Nada necesito, mi alma se unirá pronto a Dios El sacerdote Pedro Gambín entregó su crucifijo a un verdugo en señal de perdón y tras ser fusilado dijo a quien acudió en su auxilio: nada necesito


Dos mártires del siglo XX en España nacieron un 17 de julio: el sacerdote cartagenero Pedro Gambín y el padre Carlos de Alcubilla de Nogales, capuchino zamorano. Completo el artículo comentando el libro Memoria de veintisiete días, de Carlos García-Mauriño Longoria (158 páginas, Sekotia, 9 euros), sobre la revolución de 1936 en Ronda (Málaga).
El padre Pedro Gambín.Pedro Gambín Pérez, nacido en Cartagena el 17 de julio de 1886, sacerdote diocesano, contaba 50 años cuando lo martirizaron en su localidad natal el 15 de agosto de 1936. Fue beatificado en Madrid el 11 de noviembre de 2017. Director de la Asociación de Hijos de María de la Medalla Milagrosa, fue detenido por alegar frente a la detención de unas religiosas y animó a los demás presos al martirio, pidiendo ser el último en la ejecución y perdonando a sus asesinos, según la biografía de la beatificación:

El lunes 20 de julio de 1936 detuvieron a la comunidad completa de las Hijas de la Caridad de la casa de Misericordia de Cartagena, incomunicándolas en su propia vivienda mientras llegaba el autobús que las iba a conducir a un lugar desconocido. Intentó el arcipreste evitar el atropello hablando por teléfono con el alcalde, de quien procedía la orden de expulsión. El resultado fue detenerlo y conducirlo a la cárcel de San Antón como preso nº 13. A los jóvenes Hijos de María de la Milagrosa que coincidieron con él en presidio les animó a ser consecuentes con su fe. Es indudable que fue D. Pedro Gambín el que creó en la cárcel el ambiente martirial que muchos de los presos y, por supuesto, los congregantes supieron vivir hasta el heroísmo siendo la admiración de todo Cartagena.
Lo sacaron de la cárcel junto a otros presos a las 2,30 de la madrugada del 15 de agosto y lo mataron en la carretera de Murcia, lugar conocido como “Los Puertos”. Pudo recibir su última absolución en la misma celda. En el momento de la ejecución él administró la absolución sacramental uno a uno a los presos de su misma saca. Había conseguido de los verdugos permiso para quedar el último y prestar este servicio sacerdotal. Momentos antes de morir, entregó su crucifijo a uno de los verdugos en señal de haberles perdonado. Recibió cinco balazos. No murió inmediatamente, pero le dejaron, desangrándose, en la cuneta de la carretera. Un carretero, que pasaba por allí al amanecer, habiendo oído sus gemidos, se acercó con intención de prestarle algún auxilio. Con pleno conocimiento el sacerdote moribundo le dijo: Nada necesito, mi alma se unirá pronto a Dios, todo ha terminado ya. Se escondió prudentemente el carretero al oír un automóvil, y cuando volvió ya era cadáver.

El caso de Pablo Merillas Fernández, de 34 años y natural de Alcubilla de Nogales (Zamora), beatificado en 2013, ya lo conté en el artículo del 15 de enero, aniversario de su muerte.

La revolución de 1936 en Ronda (Málaga)
La Editorial Sekotia ha tenido el acierto de publicar los recuerdos escritos, mientras tenía lugar la revolución en Ronda (Málaga), por quien sería una de sus víctimas, el registrador de la propiedad Carlos García-Mauriño Longoria (asesinado el 14 de agosto de 1936).

Portada del libro de García-LongoriaPodría parecer que esas memorias no serían muy sinceras, habida cuenta de que podrían caer en manos de los revolucionarios y provocar que liquidaran a su numerosa familia. Sin embargo, lo son, y curiosamente el autor parece perder cada vez más el miedo a hablar francamente -por ejemplo a favor de los nacionales-, también porque es más consciente de que el respeto de los revolucionarios -que por ejemplo le facilitaron el entierro de una de sus hijas, fallecida al poco de nacer, y le acompañaron y hasta escoltaron- tenía fecha de caducidad y que acabarían matándolo. Con todo, es un atrevimiento notable escribir lo que se piensa en esas circunstancias, y pienso que buena forma de agradecer ese testimonio es comprar el libro y leerlo.

La obra es muy recomendable para saber qué pasó y, quizá más, cómo pensaban las personas de uno y otro bando. Respecto a los mártires, hace interesantes reflexiones sobre la diferencia entre simples (aunque ser asesinado de simple no tiene nada) caídos y mártires. Deja claro que solo unos pocos son mártires, aunque otros muchos, entre los que se cuenta él, pueden y están dispuestos a ofrecer su vida como sacrificio por los demás -por la patria, España- y por Dios, y que de esa forma también se ganan el cielo, aunque sabe que no serán proclamados mártires. A pesar de morir pronto, es capaz de evidenciar que, en cambio, los revolucionarios carecían de valores.

El autor tiene, como es lógico, su peculiar forma de ser, y a veces cae en escrúpulos que pueden parecer remilgos, por ejemplo la reflexión con la que empieza sus notas del 23 de julio, sobre el hecho de haber ofrecido a Dios la vida de su hija moribunda (parecen remilgos, claro, desde la comodidad del presente, pero habría que haberlo vivido antes de aventurarse a juzgar; quizá sería más interesante preguntarse cuántos hoy están dispuestos a tomarse con una centésima parte de esa seriedad sus obligaciones cívico-patrióticas):
«¿Qué he hecho al ofrecerle a Dios, por el bien de España, el sacrificio de mi hija? ¿Quién soy yo para disponer de esas vidas frágiles que me han sido encomendadas para que vele sobre ellas? ¿No soy moralmente un parricida? ¡Dios mío! Yo podría ofrecer mi propia vida, ¡pero cómo me he atrevido a haceros el ofrecimiento de la de cualquiera de mis hijos! ¿No representa eso en mí el más refinado y sutil de los egoísmos? ¡Dios mío! ¡Dios mío! Si he errado, perdonadme, y aceptad desde este momento el ofrecimiento de mi vida, ¡de la mía!, y únicamente en caso de que la aceptéis, y no os parezca todavía lo bastante, tomad la de todos los míos, que todas ellas son poco al lado del bien de España.»

Sobre los «valores» revolucionarios, escribe el 28 de julio:
«¡Ronda! ¡Ronda! Bien puedes llorar por tus hijos, por los más bellos, por los mejores, por los más valientes. […] Quizá más que el odio haya sido la envidia, la más ruin y despreciable de todas las pasiones, la que haya movido las armas asesinas. ¡Igualdad! Cuando se carece de arrestos para subir, para volar, no se ve más medio para llegar a la nivelación social, que eliminando, segando, haciendo desaparecer a todo lo que en la sociedad por sus propios méritos descuella. […]
¡Pobre Ronda! ¡Mucha sangre tendrá que correr para que se laven tus culpas! ¿En qué ha quedado aquel tópico, en el que nunca creí, de la nobleza de los rondeños? Yo siempre los conceptué como cobardes entre los cobardes, cobardes hasta la exageración, y era el miedo y no la nobleza la que les refrenaba sus malvados instintos. Ahora se creen vencedores, que nadie puede con ellos, y dan rienda suelta a sus instintos sanguinarios, a sus odios y a sus envidias, y todavía son lo bastante rastreros, lo bastante cobardes, para echar la culpa de los crímenes a personas venidas de fuera, personas que aquí a nadie conocían y, por consiguiente, no podían confeccionar con tan diabólico y certero instinto las listas de los acusados por el odio o por la envidia.»
A refrendar su opinión vendría un hecho que consigna el 29 de julio:
«Acaba de suicidarse un ferroviario perteneciente a la C.N.T. Deja escrita una carta explicando que él ha ido al movimiento arrastrado por un ideal, pero que se encuentra tan asqueado al presenciar la conducta que se sigue, los asesinatos por la espalda, la matanza de gentes indefensas, que antes de hacerse solidario de ello, prefiere darse la muerte.»

La «silla eléctrica» de los salesianos
Respecto a los mártires salesianos (ver artículos del 17 de febrero y 17 de mayo), aporta el 4 de agosto un dato que no he visto en ninguna otra parte (p. 94):
«Tenían estos un servidor tan poco fiel, tan vago, tan desprovisto por completo de toda cualidad noble y generosa, que deseaban vehementemente despedirle y verse libres de su presencia, pero fueron tales las amenazas que les lanzó para el caso de que le despidieran que por miedo siguieron teniéndole como pinche de cocina, eso nominalmente, pues en realidad no hacía otra cosa que comer y cobrar su sueldo. Este hombre, conocido por Frasquito el Malo, tan pronto como vio a las turbas dueñas de la situación, les fue con el cuento de que los Salesianos tenían gran cantidad de armas y una silla eléctrica destinada a la ejecución de obreros. Probablemente fue este cuento el determinante del asalto y saqueo del magnífico edificio de los Salesianos, y del vil asesinato de algunos de estos. Sin embargo, por muchos registros que en el edificio se hicieron, ni se encontró una sola arma, ni mucho menos la famosa silla eléctrica».

La Causa General (legajo 1059, expediente 11) recoge los nombres y dos apellidos de 176 personas asesinadas en Ronda, dando para la muerte del autor de este libro la errónea fecha del 2 de agosto. El asesinato es narrado en el libro en carta de su mujer, Matilde, que cuenta como por tres veces gritó vivas a España y a Cristo Rey, no dejándole terminar la tercera, por dispararle directamente un tiro de pistola en la cabeza para acallarle. La casa familiar fue registrada ininterrumpidamente los 13 días siguientes, despojando a la familia de todo, menos de las notas publicadas en este libro, porque Matilde las escondió en los muelles de una butaca. El 16 de septiembre, las tropas nacionales tomaron Ronda, con solo tres bajas, ya que los revolucionarios salieron huyendo.

Comentarios de ramosov y César F..

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