Del 29 de noviembre de 1936 hay dos beatos: el jesuita Alfredo Simón Colomina, de 59 años, asesinado en Paterna o en El Saler (Valencia), que antes de morir absolvió a sus verdugos y el claretiano Cirilo Montaner Fabré.
Les exhortó a hacer un acto de contrición
Ingresó en la Compañía de Jesús en 1895 e hizo la profesión solemne en 1913. Entonces ya daba clase en San José, colegio del que era rector al llegar la República, y que fue asaltado el 12 de mayo (quema de conventos de 1931), por lo que estuvo cerrado varios meses. Cuando por ley se prohibió la Compañía, se dedicó a confesar y repartir la comunión, viviendo en discretos grupos (coetus).
A fines de agosto de 1936 lo detuvieron y lo encerraron en Las Torres de Cuarte, donde alentó a los presos y trató con afecto a los propios carceleros. Lo liberaron pero el 27 de noviembre lo volvieron a detener, llevándolo a la checa del Seminario. Antes de que lo fusilaran, pidió permiso a los verdugos para darles a todos la absolución y les exhortó a hacer un acto de contrición.
Fusilado con el anarquista converso que lo acogió
En Montcada fue asesinado el sacerdote claretiano Cirilo Montaner Fabré, de 63 años y natural de Vilanova i la Geltrú (Barcelona), beatificado en la capital catalana el 21 de octubre de 2017. Había sido misionero en Fernando Poó (Guinea Ecuatorial) de 1904 a 1915. Detenido desde el primer día de la Revolución, se ofreció al martirio junto con el anarquista converso que le acogió en su casa y, efectivamente, ambos fueron fusilados juntos:
Terminado el primer tiroteo a la casa, hubo una calma de media hora, que fue aprovechada por la mayoría de la comunidad para buscar refugio en casa de amigos y bienhechores. Mientras otros salían de casa con sus trajes seglares para buscar refugio, el P. Montaner, sin quitarse la sotana, alternaba las visitas al Santísimo y a los enfermos de la comunidad, «asegurando que no abandonaría a los enfermos aunque le hicieran trizas»[11]. El día 19 por la noche les llevaron a una Comisaría de policía, donde después de tres horas, fue puesto en libertad y de allí se dirigió a casa de un amigo.
El día 20 encontró refugio en casa de un amigo, la familia Caballé, donde ya estaban refugiados otros religiosos. Aquí siguió ejerciendo el ministerio con gran provecho de todos. A todos tranquilizaba. Entre ellos e encontraba Antonio Doménech, carpintero, otrora anarquista militante, fervoroso cristiano, convertido por la mediación de su esposa con la que vivía en una modesta casa de la calle Aulestia Pijoán, que desde el comienzo de la revolución se dedicaba a ayudar a los necesitados. Después de dos registros, que con fortuna esquivó, fue a otro refugio, el último, la casa de Doménech, que generosamente le había ofrecido. A quienes le advirtieron del peligro que corría al tener un sacerdote en casa, Doménech respondió: Dichosos los que mueren por la Fe. Aquí, desde el 5 de agosto hasta el 25 de noviembre de 1936, celebraba misa y los domingos tenía una pequeña concurrencia. En los días de fiesta no faltaba la función vespertina con Trisagio, Salve, Credo cantados con fe y piedad como en las catacumbas. En estas circunstancias el P. Cirilo desahogaba su fervor Misionero, hablaba de la confianza en Dios, del valor meritorio de las persecuciones, la dicha de dar la vida por la Fe.
En todo este tiempo se preparó para el martirio junto con el dueño de la casa. Manifestaba que llegado el momento no ocultaría su condición de sacerdote. Más aún deseaba el martirio como los que le habían precedido. A mitad de noviembre arrodillado juntamente con el dueño ofrecieron su vida a Jesús Sacramentado si esa era la voluntad de Dios. Luego dijo el Padre al ama de casa:
Hoy su marido y yo nos hemos ofrecido a Nuestro Señor para el martirio, y hasta la hemos puesto a Vd.
La buena mujer se arrodilló en el acto y con un suspiro de conformidad dijo: Que se c umpla la voluntad de Dios. A los pocos días se cumplió.
El miércoles 25 de noviembre, a las tres de la madrugada, llamaron con desaforados golpes que hacían temblar la casa. Doménech se levantó pronto y fue a abrir la puerta mientras el Padre se vestía, recogía la Eucaristía y se la entregaba a la dueña para que la ocultara en su pecho. ¿Qué había pasado? Habían tomado alguna precaución que antes no tomaban. Alguno fijándose en la colada del tendero debió observar alguna novedad y lo delataron al Centro comunista de la barriada.
Así empezó el registro por las temibles Patrullas de Control, en concreto por la Patrulla n. 11 de Pueblo Nuevo establecida en Pedro IV, 166, la más expeditiva. Preguntaron a Doménech quien era el forastero que estaba en su casa. Las respuestas no convencieron a nadie, como tampoco la documentación exhibida por el Padre, proporcionada por su hermano de Villanueva y Geltrú. Para remate, en el cuarto del Padre encontraron una carta, escrita el día anterior en la que pedía ropa, y comprobada la autenticidad de la misma, detuvieron al Padre y al dueño. Ninguno opuso la mínima resistencia. La dueña mostró su dolor y el Padre la consoló:
No se aflija Vd., que si Dios quiere, no será nada.
Los milicianos añadieron: Unas declaraciones y luego están de vuelta.
Efectivamente, volvería hacia la una de la tarde.
El término de este viaje fue el control del Centro de Colón, calle de Pedro IV. Allí fueron a parar innumerables víctimas, entre ellas el Obispo mártir de Barcelona, que casi siempre acababan en el cementerio de Moncada. Allí estaba la familia Armengol al completo, padre, madre e hijas, el P. Arbona, S.J., que conocía al P. Montaner. También aquí trajeron al Padre y a Doménech a las cuatro de la mañana, y les interrogaron. Primero al Padre, hacia las 12 declarando su condición de religioso y sacerdote. Luego efectuó la visita fugaz a la casa de Doménech mientras este declaraba, en coche, bien vigilado, con el rostro pálido como la cera y con señales de gran sufrimiento. No podía hablar.
La mujer le preguntó por su marido.
Está declarando, respondió el Padre sin más.
Y a Vd. ¿dónde lo llevan?
La respuesta fue encogerse de hombros a la vez que miraba al cielo. Y, llevando en su manos el Breviario, en busca del cual había ido, se marchó de nuevo en el mismo coche y con la misma escolta miliciana.
A las seis de la tarde de ese día 25 les trasladaron a la siniestra cárcel de San Elías. Allí se vivía en el terror más espantoso y en la desconfianza máxima hasta de los compañeros más próximos, pues se sabía que los rojos habían intercalado espías. Además todos se daban cuenta que estaban allí de paso y que su situación se resolvería en breve.
Al P. Montaner y a Doménech los sacaron de allí el 29 de noviembre de 1936 y los fusilaron en el cementerio de Moncada. No se sabe dónde fue sepultado.
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