Declaración del padre de un mártir asesinado en Floresta (Lérida).

Floresta: Obligaron a matarlos a quienes aún no se habían manchado de sangre Los comités de otros pueblos obligaron a los de Floresta a matar a dos claretianos capturados, alegando que aún no se habían manchado de sangre


Cuatro mártires del siglo XX en España nacieron un 15 de febrero: Joaquim Oliveras Puljarás (hermano Arturo), uno de los lasalianos de Griñón; un claretiano, un sacerdote almeriense y una Hija de la Caridad orensana. Comento también el libro Luz para el olvido, de maría Luisa Alonso Montalbán.

«Les mandamos dar un viva a Rusia y nos han contestado: ¡Viva Cristo Rey!»
La historia de los diez hermanos de La Salle y el laico que les acompañaba asesinados en Griñón (Madrid) el 28 de julio de 1936 y beatificados en 2013, la resumí ya en la entrada del 7 de enero, cumpleaños de uno de ellos. El hermano Arturo -Joaquim Oliveras Puljarás- tenía 61 años (había nacido en Sant Feliu de Pallarols, Girona, en 1875).

Estrecharon la mano de sus verdugos en señal de perdón

Remigio Tamarit Pinyol, clérigo profeso claretiano de 25 años, natural de Solerás (Lleida), fue asesinado el 27 de agosto de 1936 en La Floresta (Lleida) y beatificado en Barcelona el 21 de octubre de 2017. Al ser expulsada la comunidad de Cervera, marchó a casa de una tía suya en Torms, donde se refugió otro compañero claretiano, Genaro Piñol Ricart. La biografía de la beatificación narra así su intento de huida, tomado del libro de A.M. Arranz Tres jóvenes heroicos. Vida y martirio de los siervos de Dios P. Arturo Tamarit y estudiantes Remigio Tamarit y Genaro Piñol Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María (Barcelona 1955):

El beato Remigio Tamarit
El beato Remigio Tamarit

«Los dos estudiantes pasaban el tiempo en rezar según los horarios de comunidad. A pesar de que tenían miedo, aceptaban la voluntad de Dios y en sus conversaciones solían repetir: No pasará más que lo que Dios quiera.

Genaro estaba algo enfermo y se llamó al médico, Dr. Nuix para ver la posibilidad de trasladarlo al hospital, pero no fue posible porque todo estaba controlado. A Genaro le convenía hacer vida de campo, no estar encerrado.

A los diez días se les avisó de que los rojos querían hacer registros en las casas. Entonces Genaro fue llevado a casa más segura, pero no pudo llegar y volvió con la tía. Genaro escribió varias cartas a su familia, que llegaron, pero se han extraviado. Su hermano José viajó a Cervera dos veces, la segunda para llevarse a su hermano. Para ello encontró ayuda en un antiguo conmilitón Sanfeliu, apodado Alma Gitana. Para emprender el viaje, la Sra. Marcelina los había vestido de mecánicos, comprado alpargatas buenas, mojadas y picadas para mayor resistencia, y buenos calcetines. Llevaban camisa azul marino con lacitos rojos, como entonces, y sin chaqueta ni gorra o boina. Les dio de cenar bien y algo para el viaje.

Los misioneros al despedirse dijeron a la tía:

Si no nos vemos más hasta el cielo.

El beato Genaro Piñol.
El beato Genaro Piñol.

A la hora convenida, a medianoche del 25 de agosto, Alma Gitana, asegurado de que los elementos más peligrosos estaban enfrascados en diversiones, se presentó con sombrero de cartón, como señal, y condujo a José y los misioneros por la dirección de la muralla hacia la carretera sin ser vistos. Caminaban muchas veces a través de los campos para evitar ser descubiertos por los automóviles en dirección a Zaragoza. Pasaron Curullada, dejaron de lado Tárrega y se dirigieron a Preixana. Y siguiendo el camino viejo llegaron al Mas Estadella y de ahí a Preixana, donde vivía el padre de Alma Gitana. Entraron en pleno día, mientras la gente trillaba, y al verlos la gente se asustó pensando que eran tres milicianos, pero el Sr. Ventura les tranquilizó diciendo que su hijo había venido con un amigo de la mili que llevaba dos frailes a su pueblo. Era la traición gitana.

Los cuatro tomaron alimento y descansaron de la primera jornada de 24 kilómetros en la cabaña de Sanfeliu. La segunda jornada, y última, según el buen plan previsto, debía comenzar al anochecer para llegar al pueblo de los Piñol, pero había mucha distancia y no conocían el terreno. Así sucedió. Al poco de salir ya hicieron una parada. Fueron a una masía a pedir agua, que les dieron y bebieron con agradecimiento. La mujer preguntó a Alma Gitana quienes eran sus compañeros. Dijo: Son dos frailes de Cervera.

Al oír semejante revelación aquella mujer no se pudo contener y levantando la voz dijo que se había de matar a todos los curas y frailes y pronto estaría en Zaragoza el ejército popular; que ella tenía dos hijos en el frente de Aragón en las filas rojas.

Al poco rato encontraron otra masía y nueva parada. Les atendieron bien y les orientaron por el camino verdadero. En Bellanes, otra parada y orientación para evitar Borjas Blancas porque les dijeron que había mucha vigilancia. Esta situación era desalentadora. Alma Gitana, apenas descubría un bulto, gritaba ¡C.N.T.! Llevaba la documentación de esa agrupación.

José Piñol, lleno de ansiedad, se dirige al jefe de la expedición sin preámbulos:

¿Y si nos cogieran?

Aquel buen gitano respondió al momento con completa seguridad:

Yo fácilmente quedaría bien diciendo que llevaba a fusilar a los tres.

En esta situación poco halagüeña se dirige a José y le dice con firmeza:

Bueno, de estos chicos ¿qué hacemos?

Alma Gitana sentía toda su responsabilidad y propuso volverlos a la cabaña de su padre. Su idea era ocultar a los misioneros en lugar seguro que no diera lugar a sospecha hasta que pasara la tormenta, pero José, con el ansia de llegar cuanto antes a casa, por tener el padre enfermo, no aceptó la proposición y fue del parecer de continuar el viaje. Para agradecer al gitano Sanfeliu sus buenos servicios le ofreció una propina de 15 duros y le hizo una promesa mayor si la empresa daba resultado positivo.

Los fugitivos llegaron a Belianes. Dieron la vuelta al pueblo y se detuvieron junto a una pared, que era una era. Desde ese escondite vieron pronto cómo un coche pequeño pasaba a toda velocidad por su lado en dirección a Arbeca. ¿A dónde iba? Su desaparición había sido denunciada y estaban en su búsqueda. Ellos lo ignoraban todo y se arreglaron para dormir aquella noche. Al levantarse por la mañana los tres fugitivos tomaron la carretera de Belianes en dirección a Arbeca, caminando preferentemente por los campos. Antes de llegar a Arbeca se desviaron para tomar el camino de Floresta, pero aún así algunos les vieron y les reconocieron como los frailes de Cervera. En este camino debían superar dos montecillos pero se extraviaron. Por suerte encontraron a un hombre de derechas quien les aseguró que por aquellos parajes había mucho movimiento y no faltaban guardias y les añadió: sin duda han sido Vdes. delatados al Comité de Arbeca. Más adelante encontraron a otro payés, al que pidieron agua y uva. Les dijo que no tenía agua y que las uvas estaban verdes. No les dió nada. En la cima del monte Deogracias encontraron a un hombre joven, José Sans Vila, que les dió agua y alimento.

Después de otro rato nueva parada. Llegan al distrito de las Forcas. Allí encontraron a José Sans y Sans y su hija Carmen de 15 años, que le dijo al pade: Estos deben ser los frailes, que ayer noche decían se habían escapado de Cervera. Los fugitivos pidieron agua y el señor les preguntó si eran los frailes. Respondieron afirmativamente. Entonces el Sr. José les insistió en que se quedaran allí todo el día escondidos en el pajar y por la noche les llevaría a Borjas. Estáis demasiado a la vista y vestís demasiado bien. Meteos dentro. No hubo modo de persuadirlos y decidieron marchar. Entonces les explicó los vericuetos por donde debían pasar para llegar al Trull y de allí a Borjas. Siguiendo estas indicaciones llegaron a una hondonada donde encontraron al joven Antonio Roset, de izquierdas, trabajando sus tierras. Al verlos pasar por la montaña pensó que eran religiosos, por lo que cuando volvió del trabajo para comer los denunció ante el Comité.

Los tres viajeros siguiendo su camino se toparon con un niño de 12 años, José Mª Plana y Setó, que iba a la farmacia de Arbeca para comprar medicina para su abuelo enfermo. Al llegar al rellano del Cayo encontró a los tres viajeros, que caminaban con decisión y les preguntó:

¿A dónde vais con tal apresuramiento? Habiéndolo sabido les hizo las indicaciones convenientes.

Los tres viajeros llegaron a la hondonada del Trull. Allí encontraron al aparcero Antonio Rius y a Ramón Solé, su jornalero, que estaba arando y entablaron conversación. Ramón les dio el pan que le había sobrado de la comida, ellos llevaban una lata de sardinas y le alargaron tres pesetas para que comprara más en el pueblo, y se pusieron a comer debajo de una higuera. Mientras comían contaron sus peripecias a Antonio Rius, miembro de la C.N.T. y del Comité de Floresta, que les ofreció seguridades y les aconsejó qu se retirasen para no comprometerle. Los fugitivos, tranquilizados con tantas palabras de seguridad, se echaron a dormir sobre unas matas. Los dos misioneros, fatigados como estaban, se durmieron profundamente. José, con todo, no dormía. Entre tanto Antonio Rius y su criado fueron a Floresta y los delataron al Comité. Para entonces los del Comité de Arbeca ya estaban buscándolos.

A eso de las once de la mañana José oyó gritos de personas que se acercaban. Vio a tres hombres que gritaban, a los cuales respondían otros, de más lejos. Comprendió que iban a por ellos y despertó a los dos misioneros y les dijo: Seguidme. Escaparon por el lado opuesto de los perseguidores y llegaron a la carretera, donde había un coche parado con la bandera roja. José les dijo que se quedaran, que él pasaba para probar fortuna y la suerte le acompañó. Desde la otra parte les hizo señales para que hicieran lo mismo, pero no le oyeron porque huyendo de la vista del coche se habían apartado y le buscaban sin darse cuenta de que había pasado. Cuando, por fin, intentaban pasar la carretera desde el terraplén pasó otro coche de milicianos y les dieron el alto. Ellos intentaron escaparse, pero en balde. José lo vió todo desde el otro lado.

Los dos misioneros fueron detenidos en el fondo del Castellot, masía deshabitada, por el alguacil de Floresta, el presidente del Comité de Borjas, Amadeo Pons, o Troski, y otro de Castelldans. Los llevaron en auto al cementerio de La Floresta.

Una vez que los habían detenido, los milicianos discutieron entre sí y les comunicaron a los misioneros:

Según ordena la ley, os hemos de matar.

Ya nos lo pensábamos, respondieron.

No hubo ni protesta ni resistencia alguna. Manifestaron el deseo de morir en el cementerio que estaba cerca y allí se dirigieron todos en comitiva. Antes de la ejecución, los milicianos de la búsqueda tuvieron una gran reunión en el Café de Valentina. Allí fueron llegando los movilizados de los pueblos para la búsqueda de los misioneros, representantes de Puiggrós, Arbeca, Borjas Blancas y Floresta. De Borjas Blancas había unos 25. La finalidad de la reunión era obligar a los de Floresta a que mataran a los inocentes detenidos. Los de Floresta querían que se alejasen de su territorio municipal y argumentaban que habían sido detenidos en el territorio de Borjas Blancas y que correspondía a su Comité tomar las decisiones. Habló el presidente de este Comité, Amadeo Pons, alias Troski, e impuso la voluntad de que debían ser los de Floresta los ejecutores del crimen porque todavía no se habían manchado de sangre. Los de Floresta se negaban y para deshacer la incertidumbre terció la gestora del café, Dorotea Carulla diciendo:

Hay que cumplir la ley, hay que ser valientes en su culto, repitiéndoles que no fuesen cobardes.

Al cementerio bajaron los milicianos de Floresta y demás compañía para el fusilamiento. Los dos jóvenes pidieron que les perdonaran y les dejaran marchar. Los milicianos se burlaron a más no poder. También pidieron que les dejaran escribir a sus familias, cosa que les concedieron, pero con la advertencia de que no pusieran la dirección de Floresta, sino cementerio de Lérida.

Genaro Piñol escribió:

Amadísimos padres y hermanos y queridísima Congregación.

A vosotros os dirijo mis últimas líneas de despedida. Adiós, hasta el cielo. Genaro Piñol, C.M.F.

Torms. Sr. Genaro Pinyol Massip

Calle Prat de la Riba

Remigio Tamarit, añadió en el papel:

Igualment adeu fins al cel. Remigio

Luis, Maria, petits… Pío… Arturo… Tía Marcelina, … adeu Sr Roque.. Romona… Mercé… Gloria… Adeu, adeu, adeu Moro dient: Visca Cristo Rey. Remigio C.M.F.

Esta carta llegó al día siguiente a su familia. Un día más tarde llegó José.

Los misioneros también pidieron a los rojos que les dieran una vuelta por el pueblo de la Floresta antes de matarlos para que les viera la gente. No se lo concedieron.

Cuando comprendieron que era su última hora les pidieron retirarse un momento a un ángulo del cementerio. Se lo concedieron y los dos fueron allí a hablar secretamente. Después, como estaban resecos, pidieron agua. Los milicianos cogieron el coche de Borjas, allí parado, y fueron al café a por unas botellas. La Valentina les dio gaseosa, coñac y otros licores. Luego se ufanaba diciendo:

Han pedido agua y se les ha dado gaseosa.

Pero las mujeres del pueblo le contestaban certeramente:

No les habéis dado con todo lo que en justicia debíais haberles dado, la vida.

Al ver todo aquel aparato de bebidas, los misioneros no querían beber en ningún modo, pues ellos habían pedido solamente agua. Les obligaron a beber una gaseosa y rechazaron delicadamente los licores, que fueron pasto de los milicianos. En esos momentos desfalleció el Troski, que dirigía las operaciones, al que uno de los misioneros ofreció la gaseosa porque la necesitaba más que él.

En señal de perdón, los misioneros extendieron la mano para estrechar la de sus verdugos. En el pelotón de ejecución estaban: Francisco Andreu, presidente del Comité; Jaime Montalá, alguacil; Miguel Sans; Martín Farré y José Prats.

A continuación rezaron el acto de contrición o Yo pecador, y se pusieron de rodillas y dijeron a los rojos que ya podían disparar al pecho, de frente. Los del pelotón decidieron por la espalda, porque temblaban. Los misioneros gritaron tres veces ¡Viva Cristo Rey! y el Comité a su vez levantó la voz y clamó: Viva la Revolución Social. Según el testigo ocular Matías Farré, desde la altura de su casa, oyó el grito «Viva Cristo Rey y a continuación se percibió la detonación de los disparos, no una descarga cerrada e instantánea de los disparos, sino más bien sucesiva, lo cual daba a entender que a los del pelotón les temblaba el pulso y no dispararon todos a tiempo», por ello tardaron mucho en morir, sufrieron hasta que el alguacil les dió el tiro de gracia en el ojo derecho. Seis o siete disparos fueron a la pared. Después les registraron en búsqueda de los dineros… que no llevaban. Inmediatamente se marcharon todos los milicianos cada uno a su pueblo sin ni siquiera cerrar la puerta del cementerio, pues la dejaron entornada.

Los dos murieron resignados. Era la tarde del 27 de agosto de 1936.

Los enterraron en el mismo cementerio nada más que con tierra encima, porque los rojos no aceptaron las cajas que ofrecieron ni siquiera las sábanas.

Los rojos estaban asombrados de la serenidad mostrada por los dos jóvenes. Relataba el alguacil que cuando escribieron la carta no les temblaba el pulso, mientras que él temblaba como una hoja de árbol.»

Declaración del padre de un mártir asesinado en Floresta (Lérida).
Declaración del padre de un mártir asesinado en Floresta (Lérida).

La documentación de la Causa General sobre Floresta (legajo 1462, expediente 27, 78 imágenes), además de sobre estos dos mártires recoge datos sobre un joven que estaba escondido para no ir a la guerra, capturado y asesinado el 6 de enero de 1939. Los últimos documentos resumen informes sobre una persona que participó en la Revolución, y llevan fecha de junio de 1968, cuando hacía ya un lustro que habían prescrito sus supuestos crímenes (prescribían a los 25 años).

Manuel Alcayde Pérez, de 57 años y natural de Fiñana (Almería), donde era coadjutor, fue asesinado el 18 de septiembre de 1936 en Nacimiento y beatificado el 25 de marzo de 2017 en Roquetas de Mar (siempre en Almería).

Uno de sus asesinos hizo posible su beatificación

La beata Dorinda Sotelo.

Dorinda Sotelo Rodríguez, Hija de la Caridad de 21 años y natural de Lodoselo (Orense), fue asesinada en Barcelona el 23 de octubre de 1936 y beatificada en la misma ciudad el 11 de noviembre de 2017. Tanto sus familiares como las superioras de su congregación trataron de que dejara el convento para salvar la vida y no quiso, según la biografía de la beatificación:

Antes de iniciar el postulantado estuvo unos días con su padre y hermanos en Lodoselo. Su padre, asustado del trato que el gobierno republicano venía dando a la religión, hizo todo lo posible para que desistiera de su propósito y se quedara en casa. Ella se mostró firme en su vocación, consciente del peligro. Le habló el padre del riesgo que había de que en cualquier guerra o revuelta los revolucionarios la matasen y contestó: ‘yo quiero ser religiosa aunque me maten’. Ante esta actitud resuelta de la joven, su padre, Manuel Sotelo Garrido, autorizó su ingreso en el noviciado. Su único destino fue el sanatorio antituberculoso del Espíritu Santo de Santa Coloma de Gramanet (Barcelona) donde realizó su servicio a lo enfermos tuberculosos durante dos años, entre 1934 y 1936.

MARTIRIO: Sufrió el martirio en idénticas condiciones que su compañera Sor Toribia Marticorena. Al empezar la guerra ella se asustó tanto al despertar al ruido de las sirenas, que el espanto le duró hasta la muerte, pues enseguida empezaron las quemas de las iglesias y conventos, junto con los bombardeos y muertes que producían, podía haber regresado a su casa familiar, pues era novicia. La Visitadora o superiora Provincial y la superiora local la invitaron a volverse con su familia, ya que todavía no había emitido los votos, pero se mantuvo firme en sus propósitos. La mataron por su condición de Hija de la Caridad el 24 de octubre de 1936 junto a sor Toribia Marticorena, según se narra en su biografía.

Beata Toribia Marticorena.
Beata Toribia Marticorena.

En la biografía de sor Toribia Marticorena Sola, de 54 años y natural de Murugarren, Navarra, se narran esos detalles del  martirio:

El domingo 19 de julio de 1936 por la noche, una patrulla de marxistas del pueblo de Santa Coloma de Gramanet tomó posesión del centro con violencia. Las Hermanas cambiaron su hábito por el uniforme de enfermeras sin poner obstáculos, pero al imponerles como condición para permanecer en el sanatorio: “quitarse de la cabeza la idea de Dios”, ellas no lo aceptaron y fueron despedidas.A sor Toribia y sor Dorinda las instalaron en Barcelona en la casa del director del sanatorio, quedando las dos prácticamente solas al cuidado de un hijo de trece meses, por tener que ocultarse también la familia del doctor. Denunciadas por una antigua sirvienta, sufrieron el primer registro a primeros de octubre de 1936. La señora, que estaba aquel día en la casa, las presentó como cocinera y niñera, pero les hicieron un largo interrogatorio en privado y ellas no negaron su condición de Hijas de la Caridad.El sábado 24 de octubre de 1936, unos siete u ocho patrulleros de la FAI del barrio del Clot, se presentaron a media mañana en el domicilio, hicieron salir a las Hijas de la Caridad y las llevaron por separado, cada una en un coche, en el que iban varios milicianos custodiándolas. Al meterlas en los coches, los comunistas dijeron a la portera de la casa: «En cuanto estas dos nos digan dónde están las demás, las soltaremos». Las fusilaron hacia el mediodía del mismo 24 de octubre de 1936 en la llamada carretera de las Aguas por La Rabassada, en la falda del Tibidabo dejando los cadáveres abandonados en la cuneta de la carretera, como solían hacer con todos.

Cabe reseñar que la causa de ambas mártires no habría salido probablemtente adelante de no ser porque uno de los milicianos prestó testimonio sobre su muerte martirial:

El caso es que un día apareció un señor mayor llamando a las puertas de la casa donde estaba la postuladora y le dijo que conocía a Dorinda y a Toribia; que era miliciano, que presenció todo en el 36, que le dio pena y que sabía dónde estaban sus restos. Para cobrar, los milicianos tenían que demostrar que habían matado a sus víctimas. Y la partida de defunción apareció en un hospital de Barcelona. Fue el mejor testigo que se pudo tener, algo milagroso.

Una «tesis doctoral», o el homenaje de una hija a su padre

El libro Luz para el olvido. De Melilla a Paracuellos (1922-1936) es el resultado del esfuerzo de una mujer, María Luisa Alonso Montalbán, enfermera de profesión, por conocer la historia y, en consecuencia, honrar la memoria de su padre, el capitán médico Luis María Alonso Alonso, uno de los iniciadores de la disciplina de Psiquiatría en la Sanidad Militar. En la web se puede comprar, leer una reseña y un fragmento, o seguirlo en un grupo de Facebook.

La autora investiga movida por un natural deseo de saber sobre su padre, asesinado en Paracuellos cuando ella tenía un año: pero a diferencia de quienes ponen el carro delante de los bueyes y, partiendo de que determinado familiar ha sido olvidado, dan por supuesto que hay que «recuperar su memoria histórica», es decir, honrarlo, a toda costa, María Luisa Alonso Montalbán ha escrito una biografía histórica sin necesidad de revestirla de invocaciones justificadoras. Es historia de la buena y muestra de que el sentido común es el instrumento necesario y suficiente para escribirla. En la página 500 encontramos una exposición de «motivos», eso que otros ponen delante para pretender recuperaciones «saltándose la historia»:

«Franco jamás fue a Paracuellos. Su esposa y su hija tampoco fueron a rendir un homenaje de respeto, agradecimiento y devoción a todos los que murieron allí. Siempre he vivido esta indiferencia y olvido a los que allí murieron como una ofensa, y con el paso de los años, en los que la tragedia tomaba en mi mente sus verdaderas dimensiones, como un borrón imperdonable, así como una muestra de frivolidad y ligereza impropia de una familia que tenía la obligación moral de mostrar con su ejemplo, una señal externa de respeto hacia los que cayeron defendiendo los ideales que motivaron la sublevación, y de mostrar a sus familias este mismo sentimiento.»

Héroes y mártires merecen honor, aunque no el mismo
Como se ha visto, Alonso Montalbán no tiene pelos en la lengua para reclamar el honor de quienes murieron «defendiendo los ideales que motivaron la sublevación», entre los cuales hay que contar como elemento principal a la simple honradez cristiana, compartida por los mártires que prefieron dar la vida sin sublevarse, por otros que no tuvieron la opción de sublevarse pero sí la de salvarse renegando de su honradez (como el padre de la autora) e incluso por buena parte de quienes sí llegaron a sublevarse: lo que no quiere decir que todos los sublevados fueran honrados ni que todo lo que hicieron merezca aplauso. Como es sabido, el fin no justifica los medios.

Y aunque por fuerza en este comentario no puedo hablar de la parte en que explica la actuación de su padre, y con él de España, en Marruecos, al menos diré que tiene el mismo valor de la historia de calidad aunque no sea hecha por una historiadora profesional; es más, que es alentador que junto a tanto profesional que vende basura histórica, haya quien no siéndolo haga lo contrario.

Algunos textos de interés para el interesado en comprender el contexto de la guerra civil y por tanto de la persecución y los martirios, pueden ser los que toma desde la página 416 mencionando cómo El Socialista exaltaba los crímenes de la Revolución de 1934 y en concreto las palabras con que el sindicalista José María Martínez señalaba la continuidad de esa revolución con la de 1936 (p. 417): «No llevo la impresión de una derrota. Es un accidente en la lucha, nada más. Otra vez será porque al fin tendrá que ser». Para el marxista convencido, y los de 1934-39 lo eran, cualquier crimen, revolución, persecución etc. es siempre una anécdota, la vida de los justos sacrificados un accidente, nunca tendrán que pedir perdón. Entre esos abusos justificables, está la manipulación tras las elecciones del 16 de febrero de 1936 (valga mencionarla, por ser casi aniversario, tratada en las páginas 420-421). Tras el análisis de la cobardía del Gobierno que pudo evitar esa manipulación, viene una certera reflexión sobre Alcalá Zamora (p. 423), junto a la triste frase en que él mismo reconoce no estar dispuesto a sacrificarse:

«A este también pusilánime político, que no quiso elegir para su Gobierno a los más capaces sino a los más dóciles, le quedan efectivamente muchas horas amargas, como fruto de su falta de grandeza y de las que va a lamentarse en su diario, que rebosará de quejas, minucias y miserias. Una es la que sigue y que por sí sola le incapacita: «¡Qué triste idea tengo de mis conciudadanos! No creo que individual y colectivamente valga la pena sacrificarse por ellos.» Éste era el hombre que en estos momentos representaba la mayor autoridad del Estado, y hacia el que se volvían los ojos y las esperanzas de todos.»

Algunas de las citas más valiosas no están documentadas con precisión y así he tenido que comprobar con otra fuente que es del 25 de marzo de 1936 esta de Margarita Nelken en la que la diputada del PSOE (desde noviembre del 36, del PCE) asume la autoría de la Revolución de Asturias y convoca a la ya próxima persecución religiosa -por cierto que ocultando la voladura de la Cámara Santa de Oviedo-:

«Nosotros hemos sido muy sentimentales, por sentimentalismo no se tocó la catedral de Oviedo, que es una joya artística. Pero sin sentimentalismo, aquellos que defendían a la burguesía ametrallaron a los trabajadores [muchos aplausos]. Frente a una vida de un hombre, frente a una vida de un niño, ninguna iglesia puede ser obstáculo [muchos aplausos]. Pero somos muy sentimentales y nos importan demasiado los edificios. Hemos querido hacer una revolución respetando los edificios. Y hoy queremos preparar la conquista del poder respetando ciertas acciones, no faltándonos más que reconocerles derechos pasivos y de ancianidad.»

Particularmente interesante es el estudio de la sublevación en Madrid, a partir de la p. 453. La documentación que se cita procede del Foro Fundación Serrano Súñer. Según ella, en su reunión del 18 de julio, el Gobierno habría estado tan dispuesto a claudicar que a la pregunta de Azaña sobre qué hacer, Prieto habría respondido: «Pues esperar a que de un momento a otro un obús entre por estos balcones» (cita que aparece, efectivamente, en un libro de Serrano Súñer).

Con la misma fuente algo imprecisa, acierta la autora en señalar como momento decisivo el giro o engaño de Miaja a los coroneles Serra y Peñamaría, que se presentaron en la primera división a pedirle que no entregara -como pretendía el gobierno- los cerrojos del Cuartel de la Montaña a las milicias frentepopulistas: Miaja se fue al Ministerio de la Guerra con el ayudante del presidente, y volvió diciendo que no los entregaría, pero cuando a las 21 h el teniente coronel Álvarez Rementería llegó a la división para confirmarlo, este salió diciendo a los coroneles Serra y Peñamaría: «Éste [señalando al despacho de Miaja] arma a las milicias.»

Por centrar la cuestión en la conducta que merece o no honor, es interesante observar las dos fidelidades de que habla la autora al presentar el diálogo entre su padre y el coronel Álvarez Coque, republicano moderado a quien visitó el primero en el ministerio de la Guerra para pedirle auxilio:
«La llegada de Luis Alonso le perturba e incomoda, a él que ya ha enocntrado su lugar en este nuevo escenario. Álvarez Coque y Luis Alonso están enfrente uno del otro. Son la viva imagen del conflicto que tienen los militares, a los que la geografía les ha encontrado en el lado contrario al de sus convicciones ideológicas.
El primero, «fiel» a la República Popular, que va a crear otro nuevo orden de convivencia y de valores, en los que no cree, pero a los que se acomoda. Unido fatalmente a la causa roja, se quiere convencer de que defiende la causa de la libertad. En segundo, «fiel» a sus ideales, en los que cree, y que no se acomoda. […] Coque trata de persuadir y empatizar con su antiguo subordinado, sin aparecer como falto de ideales, y le dice: «Alonso, únase, coopere con este Gobierno. Esto es lo que yo hago, y para usted es mucho más fácil. Usted es médico. En cuanto todo esto pase usted será muy necesario para controlar y ayudar en la fase que seguirá de pacificación, orden y progreso. Ustedes los médicos y los científicos van a ser los protagonistas en esta nueva sociedad. Pienselo, tiene usted mucha vida por delante, una esposa, una hija, y espera pronto otro». Aunque la autora tenga que imaginar estas palabras, puede citar (p. 473) las que alegó el coronel Luis Pareja, que el 8 de agosto se presentó ante el general Castelló constituyéndose en prisionero porque «estoy lealmente al lado de mis compañeros». Sería condenado y fusilado el 14 de octubre, tras escribir a su mujer: «Dejo a mis hijos como mi más preciada herencia la fe católica, en la que he vivido y quiero morir».

Catolicismo y honradez, señas de identidad que eran también estigma para identificar a las víctimas de la Revolución, y que eran habituales en los conocidos como de derechas o miltares, caso del abuelo paterno de la autora, residente en la calle Claudio Coello 113 de Madrid, quien contestó a los milicianos a los que le delató el portero: «Sepan ustedes que en esta casa somos todos católicos, si es que vienen a llevarnos por esto.» El abuelo materno, que vivía como administrador de la Casa Larios en un pabellón anejo al Palacio de la Trinidad (Francisco Silvela, 84). Los milicianos se lo llevaron con sus dos hijos de 19 y 21 años (Emilio, que era de la Adoración Nocturna, lo que la autora señala como «agravante»). Por último, el 29 de septiembre, detienen en Francisco Silvela 70 al quinto hombre de la familia, el capitán Luis María Alonso. Este será uno de los ejecutados en el Soto de la Aldovea, «según las investigaciones más recientes de José Manuel Ezpeleta y Arias», a quien cita la autora y a quien, por haberle visto hace unos días y saber que sigue trabajando sobre Paracuellos, termino esta reseña animándole en su trabajo y esperando que pueda publicarlo pronto.

El capitán Alonso, padre de la autora, aparece con el número 3 entre las personas identificadas en el cuadro del Museo del Ejército.
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