El 16 de marzo de 1937 fue martirizado el salesiano Pío Conde Conde, que estuvo refugiado en la embajada de Finlandia hasta que fue asaltada por las milicias republicanas.
De nada sirvió la «presión diplomática»
Nacido el 4 de enero de 1887 en Portela-Allariz (Ourense), este sacerdote que acababa de cumplir los 50 años trabajaba en la comunidad del colegio de San Juan Bautista de Estrecho o Cuatro Caminos (Madrid) había profesado en Sarrià (Barcelona) en 1906 y fue ordenado en Orihuela (Alicante) en 1914. Trabajó en diversas ciudades hasta llegar a Madrid en 1933. Según relata Cristina Huete, el 19 de julio, resultó herido en el asalto al colegio, pero en la Dirección General de Seguridad le dejaron libre, por lo que estuvo unos meses refugiado en casa de unos amigos y luego en la embajada de Finlandia hasta que esta fue asaltada el 3 de diciembre. Trasladado a San Antón con los demás presos en esa sede diplomática, la presión internacional obligó a que los pusieran en libertad.
Pío Conde se instaló en una pensión usando el nombre de un sobrino suyo, pero fue denunciado desde la comisaría de Estrecho por alguien que le conocía como sacerdote salesiano. Por tener más de 45 años, se le aplicó la Ley de Evacuación, llevándolo al refugio de evacuados de la calle García de Paredes. De ahí lo “evacuaron” a Valencia, pero en realidad lo mataron en lugar desconocido entre el 16 y el 20 de marzo.
El caso de este mártir es un ejemplo más de cómo los revolucionarios tomaban por tontos a los extranjeros, exigiendo ayuda con el argumento de que su régimen era una democracia, cuando todos los diplomáticos sabían de sobra que el Estado de Derecho desapareció en la zona republicana nada más estallar la guerra; precisamente el hecho de dar refugio a ciudadanos españoles era prueba de ello, como manifestó al ministro de Estado Barcia el 13 de agosto, nada más ocurrir la matanza del Tren de la Muerte, el decano del cuerpo diplomático y embajador chileno, Aurelio Núñez Morgado. También es un ejemplo de cómo los revolucionarios aprendieron a disimular en la forma de ejecutar a la gente, y así, frente a las simples ejecuciones casi a la vista de todos, se pasó a las formas más disimuladas de los «traslados» (Paracuellos), evacuaciones, envíos a batallones de fortificaciones y al frente, donde se podía matar a los presos y encima alegar que los habían matado los nacionales.
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