Diez mártires del siglo XX en España nacieron un 6 de marzo: un paúl turolense asesinado en Oviedo en 1934 y, ya durante la guerra, una teresiana barcelonesa, una mínima descalza castellonense, un pasionista palentino, una carmelita descalza de Guadalajara, una dominica y un terciario capuchino valencianos, un claretiano navarro, un lasaliano oscense y un hospitalario salmantino.
En Oviedo se celebra el sábado 9 de marzo a las 11 de la mañana la misa de beatificación de Ángel Cuartas y sus ocho compañeros seminaristas mártires (siete asesinados en la Revolución de 1934 y dos ya estallada la guerra civil), presidida por el Cardenal Angelo Becciu, Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos. Con ellos más Mariano Mullerat, que será beatificado en Tarragona el 23 de marzo, ascienden los mártires ya beatificados o canonizados del siglo XX en España a 1901.
Los últimos religiosos mártires del 34
Tomás Pallarés Ibáñez, sacerdote de la Congregación de la Misión, de 44 años y natural de La Iglesuela del Cid (Teruel), fue asesinado en Oviedo el 13 de octubre de 1934 y beatificado en 2013. Con él mataron a otro paúl, el hermano coadjutor Salustiano González Crespo. Ambos cierran la lista de víctimas de la Revolución de 1934 en el clero regular. Según el relato de Josefina Salvo, murieron “en la voladura de la cárcel donde los habían recluido los marxistas, junto a muchos sacerdotes y religiosos de Oviedo, entre ellos los carmelitas. La improvisada prisión era el edificio del Instituto de Enseñanza Media, antes Colegio de Jesuitas. Los marxistas decidieron acabar así con la vida de todos. El P. Pallarés apareció con el cuerpo atravesado por un poste del tranvía, pero había fallecido ya de un tiro certero en la nuca”.
María Mercedes Prat y Prat, de 56 años y natural de Barcelona, de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, fue asesinada el 23 de julio de 1936 y beatificada en 1990. Es uno de los ocho mártires de El Coll.
Vicenta (sor María de Jesús) Jordá y Marti, de 37 años y natural de Zorita (Castellón), es una de las ocho religiosas Mínimas Descalzas de San Francisco de Paula asesinadas el 23 de julio de 1936 en Can Boada (Barcelona) y beatificadas en 2013. Junto con «la hermana de una de ellas, que las asistía en los quehaceres externos del Monasterio, ofrecieron su vida como testimonio de su fe y recibieron la palma del martirio. Cuantas las conocieron testifican de ellas la ejemplaridad de su vida”, según el relato de su congregación.
Felipe (de San Miguel) Ruiz Fraile, de 21 años y oriundo de Quintanilla de la Berzosa (Palencia), era hermano pasionista en Daimiel (Ciudad Real), fue asesinado en las tapias de la Casa de Campo en Carabanchel Bajo (Madrid) y beatificado en 1989, como conté en el artículo del 3 de febrero.
Marciana (María Ángeles de San José) Valtierra Tordesillas, de 31 años y natural de Getafe (Madrid), es una de las tres primeras carmelitas beatificadas, como conté el 30 de diciembre.
Adelfa (de Nuestra Señora del Rosario) Soro Bó, de 49 años y natural de Villanueva de Castellón (Valencia), es una de las cinco dominicas del convento de la calle Trafalgar en Barcelona, que fueron mártires de la fe y de la pureza el 27 de julio de 1936 en la revuelta El Fero (hoy les Monges) de Vallvidriera (Barcelona), y beatificadas en 2007.
El sacerdote claretiano Tomás Galipienzo Pelarda, de Cascante (Navarra), tenía 39 años cuando lo mataron el 1 de septiembre de 1936 en Paterna (Valencia), después de haber escapado ileso el 12 de agosto del fusilamiento en que murieron sus compañeros Gordon y Alonso. Fue beatificado en Barcelona el 21 de octubre de 2017. De la realidad revolucionaria da fe, según la biografía de la beatificación, el hecho de que la comunidad en la que vivía (Requena, Valencia) tuvo que ser disuelta poco más de un mes después de la victoria del Frente Popular y casi cuatro antes de estallar la guerra:
En 1934 fue nombrado Consultor 1º y Ministro, cargos que tuvo que dejar al ser disuelta la comunidad el 23 marzo de 1936 por fuerza mayor, por los peligros ya indicados. En Játiva, las autoridades civiles habían cerrado la casa y el colegio, poniéndolos bajo la vigilancia de la Guardia civil, pero habían dejado abierta la iglesia. Para atenderla fue enviado el P. Galipienzo porque era poco conocido, pero residiendo en la casa Barona. Como viera peligro real de profanación de la Sagrada Eucaristía, la llevó de la iglesia a la casa, colocándola en uno de los mejores salones. Poco después tuvo que refugiarse en Valencia.
Cualidades y virtudes
Tenía buenas cualidades intelectuales y era muy trabajador, a pesar de que su salud era regular.
Religioso ejemplar, buen Ministro, llevaba muy bien la administración.
Regular doctrinero, según los informes del P. Provincial (1929), pero al año siguiente lo califica de buen catequista.
En las cartas que escribía a su madre y hermana les exhortaba siempre a conformarse a la voluntad de Dios
Detención, interrogatorio, fusilamiento… y huida
Había quedado en la casa de la calle San Vicente a dormir la noche del 11 de agosto para poder celebrar Misa al día siguiente y después trasladarse a la pensión más segura que le habían buscado e ignoraba lo que les había sucedido a los PP. Alonso y Gordon la mañana siguiente. La portera le advirtió que veía gentes extrañas y que lo mejor que podía hacer era ponerse a salvo. El Padre le contestó que iba a hacer unas diligencias y que se iría.
Apenas había bajado la portera, se presentaron unos cinco individuos con un auto preguntando por los religiosos que vivían en el segundo piso y subieron. Llamaron y abrió la puerta el P. Galipienzo. Registraron las habitaciones y le detuvieron sin permitirle llevarse nada. Se lo llevaron en el auto al mismo sitio donde estaban los PP. Alonso y Gordon.
Al atardecer les dieron la cena, que apenas probaron. Entrada la noche le llevaron ante el tribunal en último lugar. Su interrogatorio fue más breve y semejante al del P. Alonso. Salió tranquilo y convencido de que esa noche les fusilarían.
Aún le faltaban otras dos horas de cárcel para poder preparar todavía mejor el martirio. Fueron horas dedicadas a la oración y confesión.
A las 12 de la noche fue sacado con los otros dos Padres y llevado en auto unos kilómetros fuera de Valencia, al lugar del Palmaret, dentro del término municipal de Alboraya. Al descender del auto los tres se abrazaron. El P. Galipienzo decía
¡Oh dulce Corazón de María, sed la salvación mía! ¡Jesús, José y María, asistidme!
Cuando estaban preparados para la descarga de las ametralladoras les dijo:
Matadme de cara como se mata a los hombres.
Ellos le dijeron: siga adelante, y apagaron el foco del auto. Entonces fue la descarga y con astucia instintiva se dejó caer de bruces, haciéndose el muerto, de modo que la descarga le pasó por encima. Durante veinte minutos mantuvieron apagado el foco. Durante ese tiempo el Padre se deslizó cautelosamente sobre la hierba, se alejó unos veinte metros, se apoyó en unas cañas, se internó en un maizal, pasó una pequeña acequia, subió un pequeño ribazo y se alejó unos cincuenta metros, lo suficiente para ver lo que hacían sin ser visto.
Pasados los veinte minutos, los verdugos encendieron el foco del auto y se acercaron a las víctimas. Su sorpresa fue monumental al comprobar que de tres, sólo veían a dos.
Se nos ha escapado uno, dijo el que observaba, y se pusieron a buscarlo. Apagaron el foco para no llamar la atención, encendieron las linternas eléctricas de mano y comenzaron la persecución…, pero, en vano.
El P. Galipienzo que los veía y percibía sus movimientos, temblaba. Quiso Dios que no dieran con él… Apagaron las luces… prestaron atención… pero él apenas respiraba, permanecía quedo, inmóvil…
Cansados de busca y de espera, dijo uno de la pandilla:
¡Vamonos, que ya es tarde!… Mañana volveremos y le daremos su merecido.
Encendieron el foco, dieron vuelta al auto y se marcharon.
El P. Galipienzo pasó la noche en un continuo susto. Una fiebre fuerte le consumía, pero conservó la serenidad que por esa vez le libró de la muerte. También, a las cuatro de la mañana, vió el coche del médico y del juez que fueron para el levantamiento de los cadáveres y creyó que serían milicianos que venían a por él.
Al amanecer buscó refugio en la primera casa que encontró, de mala entrada y entraña, pues le rechazaron. El dueño era José Chuliá, comunista, y lo denunció al Comité, que emprendió la búsqueda. A continuación fue a otra casa, que al tener el letrero Ave María Purísima le dió confianza y llamó. Le abrió la puerta una monja de la Caridad, refugiada en la casa de su hermano, que estaba en el campo, y lo llamó. D. Cristóbal Albiach Dolz le dio refugio y sustento. Para no comprometer más lo ocultó en un maizal cercano, donde le llevaban la comida. Por la noche iba a la casa y rezaban el Santo Rosario. El P. Galipienzo les contó las peripecias y el final de sus compañeros. Le dio al dueño 400 pesetas, cien para él y trescientas en láminas de Estado para comprar un nicho a los Padres caídos. D. Cristóbal pensó que era la cédula personal y lo guardó con un monedero y unas medallas.
Varios labradores le proporcionaron defensa los tres días que anduvo por allí mientras los milicianos registraban las casas. Así uno le oculto en un montón de hierba y despistó a los que le perseguían, cuando le preguntaban si había visto a un hombre que se les había escapado. El P. Galipienzo, viendo el peligro, le dijo al D. Cristóbal:
Como es peligroso estar por aquí, he pensado volverme a Valencia.
El P. Galipienzo escribió un mensaje para la Sra. Dª. María Viana, que el buen huertano llevó a Valencia escondido en la alpargata. Entre los dos acordaron el modo de hacer salir al Padre. La mujer le buscó una pensión en la calle Serranos, n. 10, donde ya había un Carmelita y un Redentorista, acogidos por su mediación. Al día siguiente, 16 de agosto, envió a su hijo Amadeo Reinés, de 15 años, a buscar al Padre. Se presentó en Alboraya y disfrazándose de pescadores, emprendieron el viaje a Valencia tomando el tren en la estación de Benimaclet. Llegaron al atardecer y el joven le llevó hasta la misma pensión, cerca de su casa. En esta pensión continuó celebrando Misa, por eso rehusó cambiar a otra pensión más segura, donde no podría celebrar. Prefirió celebrar Misa a su seguridad personal. Y así, al mediodía del 18 hubo un registro, fue apresado y llevado al Comité de la calle Roteros, donde fue reconocido e insultado. Luego lo llevaron al Gobierno Civil, donde encontró a los asesinos de sus compañeros, quienes le reconocieron y uno de ellos le sentenció:
Ahora sí que no te escaparás.
Cárcel de San Miguel de los Reyes. De allí le llevaron a la prisión central de San Miguel de los Reyes. El Padre llegó en estado lamentable: desnudo, descalzo y extenuado por la fiebre. Allí encontró al P. Jorcano, detenido desde el día 12 de ese mismo mes, y D. Andrés, íntimo amigo de Requena, y otros jóvenes conocidos suyos de Játiva. Entre todos le proporcionaron ropa, que después hizo posible el reconocimiento de su cadáver.
Durante su estancia en la cárcel, además de dedicarse a la oración y preparación al martirio, del que estaba seguro, también tuvo largas conversaciones con otros presos a quienes narró su odisea y sus sufrimientos. El R. D. Juan Bautista Aguilar Roig, allí encerrado, después de hablar con el P. Galipienzo, se convenció de que era de una valentía espiritual enorme y de gran vida interior. Por eso nunca le vieron triste ni deprimido, a pesar de que estaba convencido de que iba a morir. Le decía frecuentemente al P. Jorcano:
Estoy destinado para el sacrificio.
No sólo esto, sino que él animaba a sus compañeros a tener el valor suficiente para afrontar la muerte.
El día 1 de septiembre de 1936, hacia las nueve de la mañana, vino la orden de que salieran a diligencias. Esta palabra tenía el significado de ser fusilado. La lista la componían diez nombres, ocho del pueblo de Carlet (Valencia), el P. Galipienzo y el beato Alfonso Sebastiá, joven sacerdote encargado de la Acción Católica en la Catedral. Al leerse el nombre del P. Galipienzo, este se abrazó al P. Jorcano diciendo:
Voy al martirio, dígale al P. General esto. Hasta el cielo.
Al sacarlos de la cárcel ataron las manos de algunos presos, entre ellos el P. Galipienzo. En el auto que llevaba a los presos los dos sacerdotes les dieron la absolución y les animaron a que fueran rezando a la muerte. El auto tomó la dirección de Paterna, lugar de numerosos fusilamientos. Cuando llegaron al campo de tiro, los hicieron bajar del auto, pusieron las pistolas ametralladoras y les mandaron caminar: ¡Anden!
En ese momento dos jóvenes de Carlet y D. Alfonso echaron a correr campo traviesa. Los asesinos se sorprendieron pero pronto les mandaron una lluvia de balas. D. Alfonso y uno de los jóvenes murieron. El otro, José Peiró Linares, escapó con vida y pudo contarlo. Los demás presos, que estaban atados, fueron fusilados sin compasión poco después.
Sus cadáveres estuvieron insepultos hasta el día 3. Todos fueron enterrados en el cementerio de Paterna en una zanja y cubiertos con cal viva.
Fueron exhumados en el mes de julio de 1939 y reconocidos por la ropa. El P. Galipienzo también llevaba un escapulario y el cordón de Santo Tomás, que permitieron su identificación.
El valenciano Vicente Jaunzarás Gómez (padre Valentín María de Torrente), sacerdote terciario capuchino de 40 años, fue asesinado el 18 de septiembre de 1936, junto con otros cuatro amigonianos beatificados con él en 2001, y tres personas más en el pueblo valenciano de Montserrat en el lugar llamado La Mantellina o Pucha d’Alt (ver artículo del 19 de enero).
Leonardo Olivera Buera, sacerdote de 47 años natural de Campo (Huesca) y capellán del Colegio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana de la Bonanova (Barcelona), con tres de ellos fue asesinado el 23 de octubre de 1936 a las afueras de Valencia y beatificado en 2001 (ver artículo del 7 de enero).
Juan Ramón Morín Ramos (hermano Matías), hospitalario de 24 años nacido en Salvatierra de Tormes (Salamanca), fue asesinado en Guadarrama (Madrid) el 1 de septiembre de 1937 y beatificado en 2013.
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