Cuatro mártires del siglo XX en España nacieron un 26 de enero: uno de los dominicos de Calanda (Teruel), uno de los franciscanos de Fuente el Fresno (Ciudad Real), un claretiano de Lérida y una laica de Alcoy (Alicante).
Iban rezando el rosario en voz alta y perdonando de corazón a sus verdugos
Tirso Manrique Melero, de 59 años y natural de Alfaro (La Rioja), fue uno de los siete dominicos a los que, junto con el coadjutor de Calanda, asesinaron el 29 de julio de 1936 en esa localidad turolense, y que fueron beatificados en 2001 con los mártires valencianos. Los nombres y edades de los otros eran: Lamberto de Navascúes y de Juan, de 25 años; Felicísimo Díez González y Saturio Rey Robles, ambos de 28; Lucio Eradio Martínez Mancebo, de 34; Antonio López Couceiro y Gumersindo Soto Barrios, ambos de 66; y el coadjutor Matías Manuel Albert Ginés, de casi 69.
La comunidad dominica de Calanda se dispersó al estallar la guerra, a excepción de aquellos que, por edad o enfermedad, no podían hacerlo, y de algunos más jóvenes que quisieron acompañarles. Este fue el caso de Lamberto de Navascués, que había dejado la carrera de derecho al morir su padre para solicitar ser hermano cooperador, llegando al postulantado de Barcelona en 1935. Apodado el duquesito, afirmaba que “si había sido servido, ahora quiero servir a los demás”. Llevaba poco más de dos meses en Calanda cuando estalló la revolución, y quiso quedarse con los religiosos mayores en el convento. Con ellos fue conducido a la cárcel el 28 de julio.
El mayor de todos era el hermano de obediencia Gumersindo, que no podía hacer largas caminatas, y no quiso comprometer a los que fueron a esconderse en casas particulares; de modo que se quedó sentado en un banco de la plaza del pueblo. Fue apresado, conducido a Alcañiz, y de nuevo devuelto a Calanda para ser juzgado. En el simulacro de juicio, se les condenó a todos a muerte. Tras muchos malos tratos de palabra y obra, fueron conducidos en un camión a unos seis kilómetros del pueblo, al lugar llamado «Nueve Masadas». Iban rezando el rosario en voz alta y perdonando de corazón a sus verdugos. Les fusilaron a medianoche, mientras gritaban “¡Viva Cristo Rey!”.
«Domingo irá donde vayan sus hermanos»
De los 20 franciscanos asesinados el 16 de agosto de 1936 en Fuente el Fresno (Ciudad Real) y beatificados en 2007, había nacido un 26 de enero el alumno leridano Alfonso Sánchez Hernández-Ranera, de 21 años. Los nombres y edades del resto eran: Valentín Díez Serna y Vicente Majadas Málaga, alumnos de 20 años; Ramón Tejado Librado, Saturnino Río Rojo, Felix Maroto Moreno, y Anastasio González Rodríguez, alumnos de 21; Santiago Maté Calzada, Andrés Majadas Málagay José Álvarez Rodríguez, subdiáconos, y Federico Herrera Bermejo, alumno, de 22; José De Vega Pedraza, subdiácono, Antonio Rodrigo Antón, alumno, y Marcelino Ovejero Gómez, hermano, de 23; y los sacerdotes Benigno Prieto del Pozo, de 29; Julián Navío Colado, de 32; Víctor Chumillas Fernández, de 34; Martín Lozano Tello, de 36; y Ángel Remigio (padre Ángel) Hernández-Ranera de Diego, de 58 y guadalajareño de Pastrana.
Los franciscanos vivían en Consuegra (Toledo), donde ya habían sido asesinados el 7 de agosto cuatro hermanos de las Escuelas Cristianas. La villa era sede del teologado de la provincia franciscana de Castilla, formado por 32 religiosos: 9 sacerdotes, 19 estudiantes y cuatro hermanos. 28 de ellos morirían en 1936. Los franciscanos estaban bien vistos por el pueblo -según el resumen que hace hispaniamartyr.org de las biografías publicadas por el padre Marcos Rincón Cruz-, que era muy religioso, pero no por las autoridades locales. Al sacerdote Martín Lozano el 19 de julio le dijeron: “¿Cómo anda Ud por la calle vestido de hábito, no sabe que le van a matar?” Y respondió: “llevo la mortaja puesta”.
El 21 de julio, las autoridades se incautaron de todas las iglesias y prohibieron celebrar actos religiosos. Del 21 al 24, los franciscanos siguieron en su convento, pero sin poder salir y cercados por guardias del pueblo. Pasaron esos días en oración, se confesaron y celebraron la eucaristía en el oratorio del estudiantado. El 24 fueron expulsados del convento y entregaron las llaves a los agentes municipales. Los religiosos fueron hospedados por familiares y bienhechores. El padre Víctor Chumillas, guardián del convento, exhortó a la comunidad a sufrir el martirio por Dios, y lo aceptaron diciendo: “Preparado está nuestro corazón, Señor; vengan cuando quieran a darnos muerte; esperamos la vida eterna de la mano de Dios misericordioso”.
Los frailes fueron llevados a la iglesia de Santa María, convertida en prisión, donde celebraron la fiesta de la Asunción de la Virgen. En la madrugada del día 16 les sacaron. “No temáis, hermanos, nos llevan al Cielo” les dijo el padre Benigno Prieto. Separaron a los naturales de Consuegra y a los hermanos no clérigos- a los que asesinarían después, y a los 20 restantes los subieron atados a un camión. Al sacerdote Domingo Alonso de Frutos le dijeron que se bajase del camión, pues no estaba en la lista, pero él contestó: “Domingo no se baja; Domingo irá donde vayan sus hermanos”. Escoltados por varios coches, encabezados por el alcalde y otros miembros del Ayuntamiento, pasado el pueblo de Urda, se detuvieron el lugar llamado Boca del Balondillo, en el término de Fuente el Fresno (Ciudad Real). Eran las 4 de la madrugada del 16 de agosto. El padre Chumillas pidió que les desataran para poder morir con los brazos en cruz, pero no se lo concedieron. Entonces dijo a sus hermanos: “Elevad los ojos al Cielo y rezad un último Padrenuestro, pues dentro de un momento veremos al Padre ya cara a cara”, y dirigiéndose al alcalde añadió: “Cuando queráis, estamos dispuestos a morir por Cristo”.Al empezar la descarga varios frailes gritaron: “¡Viva Cristo Rey!, ¡Viva la Orden Franciscana!”.
Ramón Rius Camps, claretiano de 23 años y natural de Santa Fe (Lérida), fue asesinado en el cementerio de Cervera (Lleida) el 2 de septiembre de 1936 y beatificado en Barcelona el 21 de octubre de 2017. La biografía de la beatificación cuenta las peripecias del tiempo en que estuvo escondido en casa de sus padres:
Su mejor distracción era ayudar a su madre en las tareas domésticas. En un principio iba bien arreglado y peinado, pero una persona le aconsejó que se vistiera de payés. Trabajaba mucho, pero como no estaba acostumbrado, enseguida le salieron ampollas en las manos de coger el azadón.
Un día se presentaron en el pueblo unos comunistas con coches. Corrió la voz que iban a registrar las casas para encontrar al fraile y el H. Ramón escapó al pinar llamado Cal Sila. Se subió a un pino muy alto y allí estuvo varias horas. Cuando marchaban los comunistas, el foco de uno de los coches iluminó la copa del pino donde estaba el Hermano. Este creyó que le habían descubierto y le entró pavor, y aceleró la bajada para escapar, pero midió mal la distancia y se tiró quedando maltrecho sin poderse mover. Los comunistas, que nada habían barruntado, pasaron de largo camino de Cervera. El Hermano, aunque con muchos apuros, pudo volver a casa.
Nada dijo de lo ocurrido. Al día siguiente, viéndole en dificulta, sus hermanas quisieron curarle y no lo consintió. Entonces le preguntaron y contó todo y el miedo que tenía a los comunistas.
Luego ayudaba a su hermana Filomena en los quehaceres de la trilla. Trabajaba allí un criado muy rojo, quien se propuso pervertir al Hermano. Los de casa no querían que estuviera con ese criado, pero él respondió:
No temáis que Dios me ayuda. Si tuviese que hacer caso de lo que ese desgraciado dice, estaría bien arreglado. Pretende pervertirme y que siga sus tontas lecciones, pero yo nada le contesto; cuando me apura le digo: ¡Bueno!
Se lamentaba de la ceguera de los rojos y de ver que con sus falsas doctrinas seducen a las juventudes, mientras se manifestaba muy agradecido a los Superiores por la formación que le habían dado en el santo temor de Dios. Por otra parte, estaba cansado de la Revolución y sólo pensaba reunirse con los demás religiosos en la ex universidad.
Con quien mejor se encontraba era con su madre. Un día fue con ella a recoger leña al bosque que da a la carretera de S. Ramón a Santa Fe. Pronto les llamó la atención el gran número de coches con comunistas que por allí pasó. Entonces dijo la madre:
Si te encontrases en medio de comunistas y quisieran hacerte renegar de la Religión y de Dios, de ninguna de las maneras lo habrías de hacer, prefiriendo el martirio mil veces; pues en algunas ocasiones, dice, haber pasado que, después de hacerles apostatar también los han matado, y en vez de ganar la corona del martirio, han ganado el infierno.
Contestó Ramón:
Os aseguro, madre, que, si eso sucediera, prefiero la muerte.
Otro día le pregunto su hermana, Sor Montserrat, si tenía algún libro con qué hacer la lectura espiritual, pensando que no había podido sacar ninguno. Metió la mano al bolsillo y sacó la Imitación de Cristo, o sea el Kempis, diciendo:
Este es mi compañero a quien no dejo nunca. Al azar lo abro y me dice siempre lo que necesito.
También e preguntó si tenía libro para hacer la meditación y le respondió:
Bastante podemos meditar en estos días, aunque sea sin libros.
Le ofreció uno titulado Vida íntima con Jesús, que é aceptó agradecido y se lo llevó a su habitación. Le gustó mucho el libro.
Se mortificaba mucho en las comidas, no tomaba vino ni licor casero, aunque se lo pidiera su madre. Para el día de San Ramón, 31 de agosto, su madre quiso celebrar el onomástico de Ramón y mató el pollo más grande del corral, preparando buena comida. Ramón no lo probó por más que se lo ponían en el plato. Él les dijo:
No os canséis, que no lo tomaré.
Entonces le preguntaron el motivo y respondió:
No me tentéis; es que en nuestra Congregación no nos está permitido tomar carne de pluma, ni licores, a no ser en caso de enfermedad; y yo quiero continuar guardando nuestra costumbre. Además, esto no es ninguna necesidad y puedo pasar muy bien sin ello.
Él seguía afligido por las noticias que le llegaban sobre la suerte de sus compañeros. Su buena madre y hermanas le aconsejaban que no se afligiera tanto y para distraerle le hablaban de que acabaría la Revolución, que le verían vestido de religioso y harían fiesta. Él interrumpió dando un hondo suspiro:
Dios sabe lo que pasará antes. Todavía no podemos decir nada. ¡Bueno! ¡Bueno! Dejémoslo correr. No pasará más que lo que Dios quiera.
El día 1 de septiembre por la tarde hubo presentimientos de tragedia. Las religiosas estaban en el huerto en sus quehaceres mientras una hacía lectura espiritual para todas. Llegó Ramón y la repitieron y comentaron que quién de ellos iría primero al cielo e hicieron mención de unas hogueras y la quema de las víctimas, entre ellas un párroco llevado al martirio. Entonces Ramón dijo:
Animémonos, sólo pasará lo que Dios quiera. No hablemos de esto, que pondría triste. Bastante que me lo pienso. Ganaremos más con ir a casa ya, y podremos rezar el Rosario con la madre.
Así hicieron. Cenaron y después de poca conversación se despidieron:
Santa noche nos dé Dios. Hasta mañana, si Dios quiere.
Detención.
Día 2 de septiembre. A eso de las dos de la madrugada todos los de casa se despertaron a causa de unos golpes en la puerta. Eran catorce comunistas que a voz en grito pedían que les abrieran la puerta para hacer un registro. Teresa, la hermana menor, se asomó a la ventana y, viendo que forzaban la puerta, bajó a abrir, pero avisó a Ramón para que se escondiera en los muchos escondrijos del castillo, pero él dijo que no. Se vistió, fue donde su madre y le dijo:
¿Qué tengo que hacer?
La madre le exhortó:
Hijos míos, seas valiente. Piensa que la muerte es un cambio de vida. Aunque hubieses de morir, seas valiente en la fe.
Madre, no tengáis miedo, respondió él.
Estas palabras le dieron un valor tan grande que, de miedoso y cobarde, que era, se presentó con toda valentía a los comunistas.
Cuando los de casa llegaron a la sala se encontraron con cuatro forajidos bien armados. Los demás habían quedado fuera vigilando para que nadie pudiera escaparse.
Al llegar el H. Ramón los rojos se pusieron en medio de la sala y le rodearon, apuntándole con las armas y le sometieron al interrogatorio típico. El Hermano con los brazos cruzados ante el pecho, los ojos bajos y un porte grave, manifestaba una serenidad que contrastaba con el miedo que antes había manifestado tener a los comunistas. Estos le miraron las manos para ver si había trabajado mucho y comprobar que era fraile. Por ser religioso le buscaban, ¡claro!
Cuando le preguntaron por los Superiores y Hermanos de comunidad, calló. Sólo respondió a las preguntas que se referían a su persona, con modestia y mesura, como su edad, quién le engañó para ir al convento, etc. El Hermano respondió:
Nadie me engañó y nadie me forzó a entrar, sino que entré yo por mi propia voluntad, y como todos me traaban muy bien, allí me quedé.
Acabado el interrogatorio quisieron ir a su habitación a hacer el registro y él se prestó a acompañarlos, echando la mano al hombro del jefecillo en señal de amistad. Lo registraron todo haciendo ver que buscaban armas y frailes, y como no encontraron nada volvieron blasfemando y con amenazas e indicaron que se llevarían al Hermano para una declaración ante el Comité de Cervera. Entonces las hermanas quisieron defenderlo y el Hermano para salir de aquella situación tan embarazosa dijo:
¡Bueno, vamos!
Intervino la madre, que se temía lo peor, y para ganar tiempo puso el pretexto de preparar algo de desayuno. Pero intervino el hijo diciendo:
No lo haga, que no será necesario.
Ella firme en su idea pretendió estobar la salida, pero los comunistas la amenzaron con las armas diciendo que se llevarían también a las monjas a coser para el frente. Las hermanas se fueron a la escalera para ir con su hermano, pero unos milicianos de fuera y atravesaron el fusil en la escalera diciendo:
Que pase solamente el fraile. A los demás ya los vendremos a buscar.
El Hermano estaba muy sereno y apenas se despidió con un ¡Adiós!
Abajo en la carretera estaban los coches que les esperaban y a los pocos minutos se marcharon todos. Unas dos horas había durado la escena.
En casa se quedaron todas aterradas. Después de recobrarse un poco decidieron que la madre y la hermana menor fueran detrás siguiendo la pista. Así lo hicieron con toda decisión y energía y tomaron el camino de Cervera. Las demás se quedaron en casa rezando.
Entre los comunistas se encontraba un tal Ramón Ferrer, de Santa Fe, que lo denunció. Al llegar al cementerio, los milicianos le dijeron a Ramón Ferrer:
Ya que tú lo has denunciado, tú lo matarás.
Así, al Hermano Ramón lo fusiló el otro Ramón Ferrer, que le hizo sufrir mucho porque el pulso le temblaba y no acertaba a rematarlo.
Por último, María del Pilar Jordá Botella, alcoyana de 31 años, soltera y dedicada a sus labores, fue asesinada en Benifallím (Alicante) el 27 de septiembre y beatificada en 2001. Pertenecía a todas las asociaciones religiosas de la parroquia de Santa María de Alcoy, como las Hijas de María, las Mujeres de Acción Católica, o el Apostolado de la Oración, y trabajó en el Patronato de las Obreras de San Mauro. Al estallar la revolución, marchó a Madrid,para vivir con un hermano suyo soltero, pero fue detenida y trasladada a Alcoy por los milicianos. Allí sufrió prisión en la checa del Colegio de las Esclavas, del 20 al 26 de septiembre. Esa noche, se la llevaron y la mataron en el km 21 de la carretera de Benifallim a Jijona, junto con otros dos alcoyanos, según recoge la Causa General en el legajo 1395, expediente 8, folio 4 (fechado el 4 de noviembre de 1940).
Puede suscribirse a esta lista de correo si quiere recibir en su e-mail la historia del mártir de cada día.
Puede leer la historia de los mártires en Holocausto católico (Amazon y Casa del Libro).
4 comentarios