Un mártir del siglo XX terminó su pasión el 4 de noviembre de 1936: el mercedario lorquino Lorenzo Moreno Nicolás, de 37 años, uno de los beatificados en Tarragona en 2013, a quien sus asesinos cortaron las orejas entre otros tormentos.
En Rusia, la Iglesia ortodoxa ha glorificado a diez mártires de este día de 1937: el arzobispo Serafín Samoylovich; los archimandritas (jefes de abades) Germán Polyansky y Mina Shelaev; el abad Gregorio Vorobyov; los arciprestes Alejandro Andreyev y Nicolás Bogoslovsky; más cuatro sacerdotes: Basilio Bogoyavlensky, Alejandro Lebedev, Vladimiro Sobolev y Nicolás Ushakov.
Echado a un pozo del Coto Felicidad de Lorca
Lorenzo Moreno Nicolás dejó Lorca en 1917 para hacerse mercedario en Poyo (Pontevedra), donde profesó en 1920. De ahí fue enviado en 1923 al monasterio de Santa María de El Puig (entre Sagunto y Valencia). Sacerdote desde 1926, estuvo cinco años al reformatorio de menores de Godella, de donde la República expulsó a los religiosos, marchando a Barcelona, y residiendo con su madre en Lorca desde marzo de 1935 y ayudando como vicario en la parroquia de San Patricio, además de ser capellán del hospital de las hermanas de la Caridad. Según los recuerdos de Carmelo Navarro, “repugnaba hablar de política, y no quería decir si había votado, pues no quería que la gente dijese que los frailes interveníamos en política, que Dios sabía muy bien lo que convenía”.
Estallada la guerra, se ocultó con su familia y celebraba misa en privado. Los revolucionarios no lo molestaban, y una vez uno le aconsejó trabajar en las calles y afiliarse “al partido”, a lo que respondió: “Trabajar no me importa, pero asociarme jamás lo haré, porque está el comunismo prohibido por la Iglesia”. Según el sacerdote Emilio García, “al principio de la revolución tenía gran valor, después viendo que no lo martirizaban se achicó, mas llegada la hora, recuperó un valor extraordinario; asegura que no había honor más grande que el de ser mártir”. Una señora rica le ofreció su casa en el campo para esconderse, pero tras consultarlo con su familia decidió no aceptar “para no dar motivo de habladurías estando solo en casa con una señora”.
Esa misma noche, del 3 al 4 de noviembre, se presentaron en su casa cuatro hombres cuando acababa de acostarse: “Los milicianos vienen por ti, hijo de mi corazón”, dijo su madre. Los suyos le presionaron para huir y ya tenía un pie en la ventana cuando decidió entregarse. Empezaron los interrogatorios:
-¿Por qué no te has escondido?
-Porque no creo haber cometido ningún delito y porque acordaron los del comité no meterse conmigo.
Al verlo marchar, su madre se desmayó y él quiso volver, pero no le dejaron. Lo llevaron a pie hasta el cuartel de los milicianos, donde le preguntaron por la custodia (vaso sagrado) de San Mateo, dijo no saber nada y lo soltaron. Al volver a su casa, le detuvieron de nuevo y el cabecilla Avelino Navarro, acompañado por otros tres, le ordenó subir a un automóvil. Lo llevaron al Coto minero, le hicieron bajar, y, tratando de obligarle a blasfemar, le cortaron las orejas, lo acuchillaron, le arrancaron trozos de carne, le machacaron el cráneo a culatazos, le hicieron sentar en el brocal del pozo y realizaron varias descargas de fusil y de pistola sobre él. Aún vivo, lo arrojaron en el pozo de azufre y siguieron disparando. Cuando se fueron seguían oyéndose sus lamentos del ejecutado. Su último grito fue: ¡viva Cristo Rey! Era la madrugada del 4 de noviembre. Antes había bendecido y perdonado a sus carniceros, según contó el chófer.
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