De los asesinados el jueves 20 de agosto de 1936, han sido beatificados como mártires del siglo XX en España 18: ocho de los 74 religiosos fusilados esa madrugada en Lérida –tres mercedarios, dos sacerdotes hijos de la Sagrada Familia –Pedro Sadurní Reventós y Juan Cuscó Oliver-, un sacerdote de la diócesis de Urgel -Pau Segalà Solè- y dos sacerdotes carmelitas -su hermano Francisco (de la Asunción) Segalà Solè y Jaime (Silveri de San Luis Gonzaga) Perucho Fontarro-, más el sacerdote claretiano Emilio Bover Albareda en la misma provincia; un sacerdote operario –Cristòfol Baqués Almirall– y un lasaliano -el hermano Celestino Antonio, al que acusaron de espía– en la provincia de Barcelona; un sacerdote secular –Magí Albaigés Escoda– en Tarragona; un escolapio en Castellón; una seglar –María Climent Mateu– en Játiva (Valencia), en la provincia de Almería otros dos laicos más un sacerdote; y en la de Madrid el sacerdote paúl Hilario Barriocanal Quintana.
Este día se conmemora el martirio en Córdoba de los santos monjes Leovigildo y Cristóbal a manos de los islamistas en 852; en Francia de los monjes Luis Francisco Le Brun y Gervasio Brunel (1794); del sacerdote polaco Ladislao Maczkowski y del alemán George Hafner por los nazis en Dachau (1942)
Al ver que llevaban a matar a sus compañeros, dijo que era religioso para ir con ellos
Tomás Campo Marín, de 57 años y burgalés de Mahamud, tomó el hábito mercedario en El Olivar (Teruel) en 1895 y se ordenó sacerdote en 1902. Estuvo muchos años en Mallorca, pasando en 1920 a Barcelona; de 1926 a 1930 fue coadjutor en la parroquia de El Puig (Valencia). De nuevo fue a Mallorca como comendador hasta que le nombraron vicario en Lleida en agosto de 1935.
Serapio Sanz Iranzo, de 56 años, ingresó en El Olivar —era natural de la vecina población turolense de Muniesa— en 1901 y pasó casi toda su vida como hermano mercedario en el convento de Lérida.
Francisco Llagostera Bonet, de 53 años y tarraconense de Valli, fue seminarista en Tarragona y se ordenó sacerdote en 1911, pero en 1923 se fue a vestir el hábito mercedario. Había llegado en mayo de 1936 al convento de Lleida, que ya tras las elecciones de febrero tuvieron que abandonar varias noches sus habitantes, porque se les amenazaba de muerte y con quemarlo.
Los tres mercedarios se refugiaron el 22 de julio de 1936 en casa del señor Amorós, en el número 38 de la calle San Antonio, frente al convento. Mal aconsejados —la Generalidad de Cataluña había ordenado encarcelar a sacerdotes y religiosos—, se entregaron, creyendo que la cárcel les protegería. Allí los llevó, tras la petición hecha por la señora Amorós en una comisaría, el señor Juan Ribelles, con un coche de la Generalidad.
Estuvieron 28 días en el departamento 7 y pronto se dieron cuenta de su error, al ver cada noche cómo sacaban presos para matarlos. Animaron a los jóvenes: por ejemplo el padre Campo dejó de fumar para no molestarles. Francisco Grau los recuerda «orando y dirigiendo la plegaria de los encerrados en la misma celda, animando a todos, serenando nuestros ánimos y ayudando a bien morir. No solo asumieron su muerte, esperaron el martirio con gozo». En una ocasión «un preso exigió que no se rezara en voz alta en la celda, y el padre Tomás replicó enérgicamente que había que rezar sin miedo de nadie, porque era el modo de demostrar la fe cristiana, pues solo por eso estábamos presos. Hablaba del martirio con frecuencia y exhortaba al martirio por Cristo. Era un verdadero padre», recuerdan los hermanos Puértolas.
En la noche del 19 la cárcel estuvo a oscuras y en silencio hasta las 23.30, cuando se oyó ruido de cadenas y cerrojos, y a los milicianos entrar en las celdas leyendo nombres y atando a los presos de dos en dos por los sobacos. Llamaron a los dos padres mercedarios. Al ver fray Serapio que se los llevaban, dijo que él también quería correr su suerte, pues era igualmente religioso. Un miliciano, allí presente, aseveró que así era, porque en el Colegio de La Merced, siendo niño, le había dado un bofetón; bofetón que ahora le devolvió ostentosamente, sin que el hermano se inmutase lo más mínimo. Los tres se despidieron de los compañeros de calabozo, abrazándolos y musitándoles: «Adiós, hermanos, hasta la eternidad». Los hacinaron en camiones, en grupos de cinco parejas, hacia la 1 de la madrugada. A la 1.15 pasaron el cementerio, llegando al cruce de las carreteras de Tarragona y Barcelona. Entonces dos centenares de milicianos les obligaron a retroceder hasta el cementerio. Los presos iban cantando el Ave Maris Stella y el Magnificat, vitoreaban a Cristo Rey e invocaban a María. Los tiraron desde los camiones, a culatazos y empujones. Atados de dos en dos, en grupos de catorce, fueron puestos ante el muro interior del cementerio y fusilados a la luz de los focos de un camión. Cuando se oía la orden de «apunten», los presos gritaban: «¡Viva Cristo Rey! ¡Madre mía!». Se cuenta del padre Campo que entonó el Cantemos al amor de los amores. Pasó un miliciano dando el tiro de gracia, pero ni se molestaron en enterrarlos. Al día siguiente los empleados del cementerio los echaron en una fosa común.
El sacerdote claretiano Emilio Bover Albareda, nacido en Castelltersol (Barcelona) el 31 de agosto de 1868, tenía casi 68 años cuando lo mataron en Cervera (Lérida). Fue beatificado en Barcelona el 21 de octubre de 2017. Había sido misionero en Chile de fines de 1904 a fines de 1906. La biografía de la beatificación cuenta que una vez preguntó a Alejandro Lerroux por los motivos de sus soflamas anticlericales:
Sr. Lerroux, si llega V. al poder, ¿hará todo eso que V. dice en sus soflamas… que dará a comer chorizo de canónigo y jamón de obispo?
No, de ninguna manera… Acudo a esos recursos para mover a los obreros… que ante otros temas se quedan indiferentes…
La misma fuente afirma que los revolucionarios de Cervera lo persiguieron con especial interés, difundiendo su fotografía para identificarlo:
Al dispersarse la comunidad de Cervera el 21 de julio de 1936, el P. Bover se refugió en la casa del Sr. Güeli, fabricante de galletas. El comité de Cervera había dado un bando, un edicto, contra el cura, amenazando de muerte a los que le acogieran. Más tarde este bando fue extendido a todos los sacerdotes y personas religiosas escondidas. Para que todos se enteraran fijaron pasquines en las calles. Por este motivo hicieron registros en alguna casas. Los primeros días de la revolución celebró Misa en la iglesia de San Agustín. En la sacristía se discutió si se podía celebrar Misa sin sotana.
Desde el 23 de ese mes se refugió en la casa de D. José Civit, farmacéutico, que fue a buscarlo. Su ocupación principal era rezar y estar con los niños de la casa. En un lugar de la casa tenían escondidas Hostias consagradas, que les habían llevado de una iglesia, y allí se le veía arrodillado con frecuencia. Todos los días practicaba el Viacrucis y rezaba el santo rosario sin parar con la participación de la familia. También explicaba el Evangelio y confesaba a los de la familia y otras personas que venían a verlo.
Sentía la pena que sufrirían los padres y familias de tantos niños que había reclutado para el postulantado.
Al referirse a las palabras de Jesús a los hijos del Zebedeo: ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber? dijo que todos estábamos dispuestos a darle a Jesús la misma respuesta: ¡Podemos! El P. Bover estaba resignado a la muerte igual que el Sr Civit, que le hospedaba.
El día 19 de agosto, a eso de las once de la noche, se presentaron unos individuos armados, entre ellos un tal Cera, sanguinario redomado, pidiendo al Sr. José Civit que les siguiera para una declaración y que luego volvería, pero él les dio el rosario diciendo Hasta el cielo. Los milicianos dijeron que no cerraran la puerta porque volverían a hacer un registro. Le dijeron esto al P. Bover y respondió:
Ahora sí que entro en agonía.
Se retiró al salón y pasó la noche preparándose a morir. A las cinco de la madrugada todavía no se habían presentado los milicianos y le dijeron que se retirara a descansar. Se fue al cuarto de los niños donde había uno enfermo. El Padre se puso la bata blanca de practicante diciendo:
Así pareceré un enfermero, o el practicante que está velando al niño mayorcito.
El día 20, entre ocho y nueve de la mañana, se presentaron los milicianos a practicar el registro, muy minucioso. Entraron en el cuarto y al verle preguntaron quién era, respondiendo una niña que era un amigo de casa que estaba haciendo compañía a los niños de casa. Uno de los milicianos sacó un retrato del bolsillo y al reconocerlo dijo:
Vd. es Padre.
Sí soy Padre, respondió el P. Bover.
Le intimaron que les siguiera sin permitirle despedirse de la familia: A los niños les dijo que cuando se hallasen en un apuro gritasen fuerte:
!Padre Emilio! que él desde el cielo les ayudaría.
A la cuñada del Sr. José también le encomendó:
Despídame Vd. de esta familia a la que doy las gracias por el caritativo acogimiento que me han dado. Me despido de todos hasta el cielo.
Después de media hora comparecieron de nuevo y pidieron el reloj y el dinero del Padre. El reloj era sencillo y el dinero poco: 25 pesetas.
Al P. Bover lo llevaron al Comité y después lo llevaron al cementerio de Cervera para fusilarlo. Se dice que antes de este acto, el Padre perdonó a sus asesinos y pidió besarles las manos. También rezó un Credo y gritó ¡Viva Cristo Rey! A continuación partió la descarga a las puertas del cementerio y le remataron. Era el día 20 de agosto de 1936. En dicho cementerio fue enterrado.
Nos han tocado tiempos difíciles, nuestra fe será más meritoria
El escolapio Matías (de San Agustín) Cardona Meseguer, de 33 años y castellonense de Vallibona, llevaba ordenado sacerdote desde abril de 1936 y estaba en el Colegio de Sant Antoni de Barcelona cuando estalló la guerra. Con otros, el 19 de julio pasó al taller vecino y por la noche salió, como los demás, por la calle del Salvador en busca de refugio en una casa amiga; se dirigió a la de una tía, donde permaneció solo algunos días, y se trasladó a la casa de su buen amigo y familiar, el señor Jost Godes. También permaneció allí poco tiempo. Pensando que Vallibona, su pueblo natal, sería más seguro, se dirigió allí el 30 de julio. Acogido por su hermana Dolores, permaneció con ella hasta el 17 de agosto, día en que fue arrestado. No aceptó que hicieran gestiones para pasar a Francia, diciendo que se había puesto en las manos de Dios.
En Vallibona el 11 de agosto las imágenes de la iglesia fueron quemadas. El alcalde había sugerido a la hermana y a su esposo que buscaran un lugar más seguro donde esconder al padre Maties. Se pensó en la hacienda Casa Cardona, propiedad de un tío suyo, situada fuera del pueblo, y Cardona se dirigió a ella en las primeras horas del 17 de agosto. Apenas había salido, cuando se presentaron en casa de su hermana algunos milicianos que iban a arrestarlo. Hicieron un registro. Varias horas después regresaron y consiguieron que les indicara el lugar en que estaba escondido, tras haberla amenazado de muerte y prometerle que salvarían la vida de su hermano. Al detenerle, le registraron, momento en que besó su breviario, y «arrebatándoselo el más furioso de los dos emisarios y arrojándolo al hogar, comentó: “Esto es mejor quemarlo”». Los captores le insistieron para que fuera a saludar a su hermana, lo que hizo desde lejos, y al asomarse ella, le lanzó su ancho sombrero de paja: «Para recuerdo. ¡Consérvalo!».
En el comité estaban también detenidos el sacerdote Manuel Meseguer y José Quero, a quien le dijo Cardona aprovechando una salida de los milicianos: «Don José, si no nos vemos, hasta el Cielo». Por la tarde encerraron a los dos sacerdotes en la cárcel, con un colchón y permiso para recibir visitas y comida. Cardona dijo un día a su hermana: «No llores. Estoy tranquilo y contento. Me hallo dispuesto a dar con gozo mi vida por Dios. Nos han tocado en suerte tiempos difíciles. Nuestra fe será más meritoria».
A las siete del día 20, tres hombres con pañuelo rojo al cuello se llevaron a los dos sacerdotes en coche al Peiró del Coll. El padre Maties habló a los milicianos perdonándoles, hasta que uno de ellos dijo: «Basta ya. A la tarea. Este acabará por convertirnos». Se dice que el padre Maties quiso ser fusilado con los brazos en cruz. Su cadáver fue encontrado en la cuneta, acribillado en la frente, con los brazos extendidos.
En cuanto al lugar del crimen que alguna fuente llama Pigró del Coll, parece más probable que se llamara Peiró (peirón o pedron, es decir, piedra grande) como se dice en el informe (Estado 1) del Ayuntamiento de Vallibona a la Causa general (legajo 1.404, expediente 68, folio 3) precisando que está en el término de Morella. La cota de 1.176 en el km 4,5 de la CV-111 presenta una larga muralla pétrea en su ladera; en cambio en el lugar propiamente llamado El Coll no se aprecian tales formaciones.
En Terque (Almería) fueron asesinados ese 20 de agosto dos laicos naturales de esa misma localidad: José Tapia Díaz de Villachica, escribiente de 23 años, y Enrique Rodríguez Tortosa, obrero de 28. Ambos fueron beatificados el 25 de marzo de 2017 en Roquetas de Mar (Almería). Ambos eran de la Acción Católica, donde uno de sus amigos recuerdaría, según la biografía diocesana, cómo José Tapia manifestó su deseo del martirio:
«Como hecho significativo de su vida, digno de destacar, quiero decir que en varias ocasiones él me confesó que le agradaría, y le pedía al Señor, morir mártir de la religión. Y dos o tres días antes de que lo mataran, cuanto ya habían comenzado a fusilar a algunas personas, me volvió a repetir que deseaba que Dios le concediera el deseo.»
Al mes de estallar la Persecución Religiosa, el veinte de mayo de 1936, se encontraba en la plaza de su pueblo con el Siervo de Dios don Enrique Rodríguez Tortosa. Los milicianos hicieron acto de presencia y querían obligarlos a blasfemar. Ante las amenazas de asesinarlos sí se negaban, contestó el Siervo de Dios: «Nada malo me ha hecho el Señor, pues debo darle gracias por tanto bueno como me concede. Por nada puedo ofender al Señor y menos aún blasfemar contra él.»
A sus veintitrés años, lo obligaron a subir a una camioneta y los arrojaron en la cuesta de la rambla de Gérgal. «Dicen que durante el viaje les hablaba a los milicianos, manifestándoles su perdón ante la muerte que sabía próxima. Alguno de los milicianos lo contó después. Murió gritando: “¡Viva Cristo Rey¡”.»
El sacerdote de 55 años Manuel López Álvarez, natural de Mairena (Granada) -el pueblo de Gonzalico, uno de los niños mártires de las Alpujarras, era párroco de Alcolea (Almería) y fue asesinado en Berja, dentro de la misma provincia, en la cual también fue beatificado como los dos anteriores. La biografía diocesana cuenta lo enconado de la persecución que sufrió:
Como Párroco de Alcolea, tuvo que hacer frente a violentas ofensivas laicistas. En una ocasión tuvo que pasar toda la noche en el templo, pues habían amenazado con prenderle fuego durante las celebraciones del ejercicio de las flores a la Santísima Virgen. Dos meses antes de su martirio, mientras oficiaba un responso ante el ataúd de una joven, lo encañonaron con una escopeta.
Obligado a marcharse por la Persecución Religiosa, al atravesar el puente dijo: «¡Adiós Alcolea!» y bendijo al pueblo. Se refugió en casa de unos amigos en Picena y, cuando se dirigía a Granada con otros dos presbíteros, un ataque al corazón detuvo su marcha. Doña Isabel Fernández, antigua feligresa, narraba así lo ocurrido: «Se encaminó solo y lentamente a un cortijo que aparecía a lo lejos con una luz en la puerta. Era tan bueno y sencillo que no ocultó su condición de sacerdote a los que allí estaban. Éstos resultaron ser espías rojos y llamaron a gente de Berja que lo apresó.»
En la madrugada del veinte de agosto, junto a ocho prisioneros, fue arrojado a un camión y conducido al cementerio de Berja. Al negarse a bajar del vehículo, allí mismo fue tiroteado. Arrastrado hasta la fosa, advirtieron que aún vivía y musitaba: «¡Ay Dios mío!». Con el azadón del sepulturero machacaron su cráneo.
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