Un mártir entre las 300 víctimas de «paseos» en Hortaleza El lasaliano Pedro Burch parece ser el único beatificado entre las 300 personas asesinadas en el barrio madrileño de Hortaleza


Dos mártires del siglo XX en España nacieron un 30 de junio, día en que la Iglesia universal celebra a todos los mártires de la Iglesia romana: un lasaliano gerundense y un seminarista salesiano coruñés.

Asesinado el día en que Pío XI alabó a los mártires de la guerra civil
Pedro Burch Cartacáns (hermano Anastasio Pedro de las Escuelas Cristianas), de 67 años y natural de Girona, fue asesinado el 14 de septiembre de 1936 en Hortaleza o Fuencarral (Madrid) y beatificado en 2013. Su congregación aporta los siguientes datos biográficos:

«El joven Pedro Burch se animó a ser Hno. de las Escuelas Cristianas por el ejemplo de su hermano mayor, el venerado Hno. Amancio, fallecido en Bilbao a edad avanzada, después de fructuoso apostolado. Ingresó en el Noviciado, de Béziers. Desde el primer momento se ganó la universal simpatía por su juicio recto y por la bondad de su carácter, cualidades características de toda su vida.

Su imperturbable buen humor y el encanto de su sonrisa le valieron el gracioso apelativo de «Don Pedro” con el que era corrientemente conocido. Terminada su probación, el Hno. Atanasio Pedro, pues este fue el nombre que se le asignó en su toma de Hábito, hizo sus primeros ensayos apostólicos en el Colegio de San José, de la calle Moncada, en Barcelona.

Noventa críos esperaban en la clase a este Hermano principiante de sólo diecisiete años. Fue necesario todo su celo y energía para dominar tal batallón. Gracias a su constante amabilidad, a su mirada acogedora, a su palabra breve y concisa, logró sin tardar, con la divina gracia implorada en sus frecuentes visitas a la capilla, ser como el reyezuelo queridísimo de sus pequeñitos. Los padres alababan a una las habilidades pedagógicas del afectuoso profesorcito.

Su traslado fue universalmente sentido. Después de una corta estancia en el Noviciado, fue enviado a Manlleu. Inmediatamente se puso al servicio de todos con su habitual entusiasmo, acompañado de la sonrisa que emanaba de su alma tranquila y serena. Su juventud vigorosa le permitió dedicarse a múltiples trabajos. Después de corregir las tareas y preparar las clases, ayudaba a sus Hermanos en los pequeños trabajos comunes. El Hno. Director creía halagarle cambiándole de ocupación y por eso lo hacia con toda consideración.

Tanto empeño en el trabajo acabó por alterar su salud. El Hno. Visitador le envió, en plan de descanso, de nuevo al Noviciado de Madrid. Su permanencia allí fue de nuevo corta. A la muerte de un Hermano en Jerez, fue enviado a reemplazarlo. El clima de Andalucía, más propicio a su salud le permitió trabajar durante siete años en aquel ambiente tan rico en bondad y sacrificio.

A continuación fue enviado a Madrid como Director de la Escuela de San Rafael. La experiencia adquirida en medios tan distintos le permitió superar las dificultades de la dirección del establecimiento. Situada la Escuela en un barrio pobre de la capital, vivía de las ayudas que manos generosas del lugar consagraban al sostenimiento de la enseñanza católica. Pero España acababa de perder las ricas colonias de las Antillas 1898 y sufría una crisis financiera que obligó a los católicos, aún a los más generosos, a restringir sus limosnas. Por ello numerosas obras caritativas, entre ellas los establecimientos de enseñanza, comenzaron a sentir dificultades. Ante las necesidades más urgentes, el animoso Director se esforzaba sin medida. A ejemplo del Santo Fundador después de las clases, se iba a una iglesia próxima a pedir al Señor, que alimenta a los pájaros, el pan cotidiano para los que enseñaban el «camino de la justicia”. Poniendo en práctica el conocido adagio: «Ayúdate y Dios te ayudará», después de implorar el divino auxilio, visitaba a las familias pudientes y volvía con consoladoras promesas y socorros que bastaban, a lo menos por el momento, para resolver la economía de la Comunidad. Estimulados por el valor indomable de su Director, los Hermanos sobrellevaban alegremente los rigores de la pobreza. Si algún día quedaba un trozo de pan sobre la mesa, el Hno. Anastasio Pedro lo recogía humildemente para comerlo él en la refección siguiente, mientras los Hermanos consumían el pan reciente. «Encuentro tan buenos estos restos de la mesa de la Providencia..», decía graciosamente.

Bajo apariencia humilde, el Hermano ocultaba un alma valiente y muy unida a Dios. Se apresuraba al primer sonido del despertador para ir a la capilla, donde los Hermanos le encontraban en ferviente oración con frecuencia. Añadía a sus ardientes oraciones las privaciones voluntarias, las cuales el añadía a la escasez que padecía la Comunidad. Los que le conocían de cerca sabían de sus cilicios y disciplinas.

Sin embargo el cielo parecía sordo a sus súplicas y mortificaciones. La penuria de la Comunidad se agrandaba de día en día. Las mejores puertas y las más numerosas se cerraban ante él. Fue una prueba dura. La Escuela cambió varias veces de lugar, sin lograr mejoras materiales. Y cada día se acentuaba su carga para el Distrito. El Consejo administrativo tomó la decisión de cerrar el establecimiento. No sin tristeza, el Hno. Visitador notificó la decisión al Hno. Asistente, Louis de Poissy. El prudente Superior, que conocía el heroísmo de la Comunidad, respondió inmediatamente: «Puede usted cerrar todas las casas de Madrid, pero no toque la de San Rafael».

Y así se hizo. La Providencia había a su vez, recompensando la admirable confianza del Superior mayor y la del Director local, ofrecido un camino. Un insigne bienhechor del Instituto de los Hermanos, entusiasta de la enseñanza cristiana, vino por aquellas fechas de Cádiz a Madrid. Era Su Excelencia Monseñor Félix Soto Mancera, promovido años más tarde para Obispo de Badajoz. El Hermano Anastasio Pedro no tardó. en granjearse las simpatías del celoso y piadoso prelado. Y fue él quien, admirado de la abnegación de los Hermanos de San Rafael, puso en juego su ardiente caridad y su influencia considerable para interesar en esta obra a punto de extinguirse a la Señora Condesa de Torreanaz, quien salvó a la Escuela de la ruina con la generosidad que siempre habla tenido con los Hermanos.

Esta señora deseaba vivamente perpetuar por un gran testimonio de caridad la memoria de su marido, celoso protector de las escuelas cristianas. Compartió plenamente los proyectos de Monseñor Soto. Adquirió un vasto solar y edificó a sus expensas un verdadero palacio escolar, el más hermoso entonces de la capital. Además aseguró la renta necesaria al sostenimiento de la comunidad.

El diligente Director permaneció largos años al frente de la casa. Liberado en adelante de las preocupaciones materiales, pudo dedicarse en exclusividad a la dirección de su importante institución y a la de las obras postescolares que allí funcionaron. Siguió entre los Hermanos siendo lo que nunca dejó de ser: el ejemplo vivo de regularidad y de fidelidad a todas sus obligaciones. Enérgico y fervoroso en la capilla, no consentía allí la somnolencia durante la meditación. Las Reglas y los sostenes del Instituto eran los temas preferidos de sus conferencias dominicales.

Trabajador infatigable, participaba en todas las labores comunes en las Comunidades poco numerosas. Las vísperas de las fiestas él mismo adornaba la capilla y el salón de actos para las representaciones teatrales. Su paternal solicitud por mantener entre los Hermanos verdadero espíritu de familia no le impedía atender al fin exterior, pero esencial del instituto de La Salle: la instrucción cristiana de la juventud, Cada clase tenía su plan de estudios y el Hno. Director velaba con particular atención para que se cumpliera, mediante intervenciones estimulantes.

De tiempo en tiempo daba él mismo la lección de catecismo en una clase o hacia la reflexión en otra, mientras que los más pequeños se gozaban en tenerle todos los días algún rato. El mismo preparaba las composiciones de aritmética o de gramática y dejaba de lado toda otra ocupación en los exámenes mensuales, para asistir a las pruebas orales, a lo menos en algunas clases.

Los Hermanos recién salidos del Escolasticado eran objeto de su particular dedicación. Los primeros meses los guiaba como de la mano con consejos prácticos y, si no bastaban, asumía él mismo la dirección de la clase, confiando al joven una división y, a medida que el nuevo maestro adquiría la experiencia conveniente, el prudente Director se retiraba progresivamente.

Su larga permanencia en Madrid y sus notables cualidades pedagógicas y religiosas le dieron considerable notoriedad en el barrio. El aprovechó la oportunidad para crear un Patronato pronto floreciente. Jóvenes de toda condición venían los domingos a la misa de la Escuela y oían una alocución apropiada. Por la tarde volvían para leen para divertirse en el patio, o para instruirse con los cursos esmeradamente preparados. El rezo del Rosario y la Exposición del Santísimo cerraban santamente el día. Otras veces se organizaban sesiones recreativas o interesantes conferencias.

Otra obra que promocionó el Hermano Anastasio Pedro fue la Asociación de Padres de familia, destinada a asegurar la enseñanza cristiana y defenderla de un poder arbitrariamente sectario. Robustecida esta Asociación, supo ingeniarse para salvar su Escuela en las abominaciones consumadas por la horda incendiaria de 1931, de la que fueron victimas los grandes Colegios de España y que creó una ola de terror en tantos corazones.

Después de una estancia en la zona minera de Asturias, donde dejó el recuerdo de su prodigiosa abnegación en favor de los humildes, el Hermano volvió a Madrid, teatro de su heroica entrega, pero también de su triunfo, pues allí esperaba el Señor a este siervo insigne para darle una corona digna de sus méritos. ¿Podían los enemigos de Dios y de la patria perdonar a este Santo religioso su total entrega al servicio de las almas de la clase obrera?

Los Hermanos de la Comunidad de San Rafael vieron cómo de repente una banda de asesinos expresidiarios, invadía el gran patio del Colegio, con una gran descarga de sus fusiles, y tomaban por asalto la casa. Nos preguntamos cómo los Hermanos pudieron librarse de tan gran peligro. En cuanto cesó la descarga criminal, pasaron a toda prisa a la casa cercana de unos amigos del Centro. Allí permanecieron un solo día, alejándose lo antes posible del barrio, en el que eran muy conocidos.

El Hno. Director, acompañado de otro Hermano, se refugió en la casa de un antiguo alumno, llamado White. Permanecieron algunos días así recogidos. Luego se acomodaron en una pensión de la calle Bárbara de Braganza. Allí vinieron a buscarles, para conducirlos a la cheka de Fomento. Ante su petición de proveerse de lo necesario para su arreglo personal, uno de los milicianos les respondió cínicamente: «¿Para qué? Os hemos detenido para fusilaros». Pero no fue así, pues a los tres días fueron liberados.

El paternal Superior, desde que logró fijar su domicilio, se preocupó por saber lo que había sucedido a cada uno de los Hermanos, a fin de ayudarles en la medida de sus posibilidades. En cuanto se enteraba de una dirección, se apresuraba a ofrecer sus servicios, prodigándose de tal modo en su afán caritativo que uno de sus Hermanos creyó bueno aconsejarle mayor prudencia. Entonces se entendió con un joven de su entera confianza para servirle de intermediario.

Un día, cuando este joven llevaba una pequeña ayuda a uno de los Hermanos de San Rafael, fue detenido bruscamente por agentes de la FAI (Federación Anarquista Ibérica) y obligado a declarar de dónde procedía el dinero que llevaba. Al instante los revolucionarios se dirigieron a la pensión indicada, detuvieron al Hermano Anastasio Pedro y …. ¡misterio!

¿Qué hicieron de su presa? Se adivina fácilmente cuando se conoce la rabia que animaba a los asesinos. El desgraciado joven cayó también ante las balas de aquellos forajidos, poco después de la detención del Hno. Director.

Su cuerpo fue identificado por su familia en el pueblo de Hortaleza, cercano a Madrid, lo que nos hace presumir que allí mismo fuera fusilado el Hno. Anastasio Pedro. Su detención fue el 14 de Septiembre de 1936. Tenía 67 años, 52 de vida religiosa y 39 de profesión perpetua.»

La mención de este joven me ha llevado a buscar alguna documentación de la Causa general sobre Hortaleza (si bien el buscador de mártires de la Conferencia Episcopal sitúa la muerte del hermano Anastasio Pedro en Fuencarral, no está claro con qué fundamento). El legajo 1536, expediente 15, se refiere a exhumaciones en ese entonces ayuntamiento, cuyo cementerio existe aún hoy. El secretario de la Junta de Distrito dice que estuvo allí durante la guerra e inhumó unas 300 víctimas de «paseos», todos dentro del cementerio municipal. Ante la denuncia de alguien que dice que hay muchos enterrados fuera en un corral, se hace en noviembre de 1944 una exhumación en la fosa 22, ya entonces integrada en el cementerio (no está muy claro cómo se prueba que eso fuera el corral denunciado) y se encuentran 12 cuerpos, de los cuales se identifica uno (un teniente de infantería) y se ordena inhumarlos de nuevo en la fosa de Paracuellos llamada «Pardo-Canillas»: la orden estaba cumplida el 20 de diciembre de 1948 (se tomaron su tiempo). Ver la documentación en Wiki Martyres.

Luis Martínez Alvarellos, de 21 años y oriundo de La Coruña, era seminarista salesiano de la comunidad de Mohernando, es uno de los 11 beatificados (en 2007 en su caso) de los 303 presos asesinados en las cárceles de Guadalajara el 6 de diciembre de 1936 (ver artículo del aniversario).

Puede leer la historia de los mártires en Holocausto católico (Amazon y Casa del Libro).

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