Tres mártires del siglo XX en España nacieron un 30 de abril: un carmelita gerundense, un sacerdote de los Sagrados Corazones navarro y un obrero almeriense.
Ángel María Prat Hostench, de 40 años y natural de Banyoles (Girona), era carmelita de la antigua observancia, prior de la provincia de Cataluña, fue asesinado con otros 11 compañeros de su orden el 29 de julio de 1936 en el Clot dels Aubens (Cervera, Lleida) y beatificado en 2007 (ver artículo del 21 de diciembre).
Condenado por ser religioso y sacerdote
Luis Ros Ezcurra (padre Mario), de 26 años y oriundo de Lezaun (Navarra), profesó en la congregación de los Sagrados Corazones en 1929. Ordenado sacerdote en 1935, fue enviado al Colegio de Madrid, de donde al estallar la guerra tuvo que salir y refugiarse en la Pensión María Isabel, propiedad de unos tíos suyos. La noche del 13 al 14 de agosto de 1936 fue detenido en dicha Pensión. Se le hizo un simulacro de juicio en el que declaró ser “religioso de los Sagrados Corazones y sacerdote”. En la noche del 14 al 15 fue llevado a las afueras de Madrid y fusilado. Su cadáver se encontró al día siguiente, con el rostro destrozado por las balas. Lo reconocieron sus tíos. Fue beatificado en 2013.
Enrique Rodríguez Tortosa, obrero de 28 años y natural de Terque (Almería), fue asesinado en su pueblo el 20 de agosto de 1936 y beatificado en Roquetas de Mar (Almería) el 25 de marzo de 2017. Afiliado a Acción Católica, la web de la beatificación cuenta así su muerte:
El veinte de agosto de 1936, durante la Persecución Religiosa, unos milicianos los abordaron en la plaza del pueblo junto al siervo de Dios don José Tapia Díaz. Los amenazaron con matarlos sí no blasfemaban y, como se negaron resueltamente, los arrestaron en una camioneta hasta la cuesta de la rambla de Gérgal.
De esta manera narraba el párroco de Terque, don Antonio Martínez Caparrós, lo referido al martirio del Siervo de Dios: «Los milicianos, al regresar de darle muerte, dijeron que habían muerto diciendo “¡Viva Cristo Rey!”. El día anterior a su muerte, fue a Íllar, donde estaba don Francisco González Garrido, párroco de Terque, para confesarse, pues decía que presentía su muerte. Dicen en el pueblo que era un persona noble, que no tenía maldad, respetuoso que se portaba bien con todos.»
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