Entre los 33 mártires del siglo XX beatificados del domingo 26 de julio, el mayor grupo lo forman 17 claretianos beatificados en Barcelona el 21 de octubre de 2017 y que habían sido martirizados en Barcelona (uno) y Lérida (16); les siguen los martirizados en Tarragona (nueve), Huesca (dos), Barcelona, Jaén, Málaga, Córdoba y Cantabria.
El sacerdote claretiano martirizado en Barcelona -donde tenía el cargo de superior en la casa de la calle Ripoll- era Gumersindo Valtierra Alonso, nacido en San Martín de Humada (Burgos) el 13 de enero de 1874 y por tanto de 62 años. Consta su disposición al martirio en carta que el 8 de julio de 1931 escribía desde Requena al padre Ángel Fandos:
Mucho ánimo P. Ángel, no sólo para soportar con alegría esta no terminada persecución religiosa, sino para sufrir, si necesario fuera el martirio a imitación de nuestros envidiables PP. Crusats y Solá. Qué honor para nuestro preclaro Instituto.
La biografía de la beatificación cuenta, no obstante, que se extrañó de la saña revolucionaria y que no supo ni quiso disimular su condición cuando lo detuvieron y mataron en plena calle Napoleón:
El día 20 de julio de 1936, una vez estallada la revolución le comunicaron al P. Valtierra que debían abandonar la casa porque corrían peligro. Respondió: «Pero si nosotros no hemos mal a nadie…». Esta respuesta es conforme a lo que pensaba sobre los revolucionarios, o sea que no les conocía bien. Le insistieron en que era urgente vestirse de paisano y escapar.
El Padre, no teniendo conocidos donde buscar escondite, se refugió, junto con el P. Jacinto Blanch, en el domicilio de D. Eugenio Bofill, amigo del P. Jacinto.
25 de julio. Después de cuatro o cinco días buscó otro alojamiento. El día 25 de julio fueron al domicilio de D. Ramón Sunyer, hermano de un Padre claretiano residente en Italia, pero allí no pudo ser porque la casa estaba vigilada, por lo cual el jefe se había ausentado. Entonces se dirigieron a la casa de Doña Carmen Bayona, que ya tenía el piso bien ocupado con religiosas, Siervas de Jesús. A pesar de que la situación era tan delicada y crítica el Padre quería celebrar la misa con todos los ornamentos sagrados. Una de las religiosas tuvo que ir a buscarlos a las Hermanitas de los Pobres, pero, con buen criterio, no se los dieron por el peligro que corrían. El Padre no se daba perfecta cuenta de ello, pero al final lo aceptó con amargura. Desde mi ordenación nunca he dejado de celebrar Misa hasta el día de hoy.
Su trato le conquistó el aprecio de los de la casa. Allí ejerció su responsabilidad sacerdotal y empezó a dar lecciones de tranquilidad y espiritualidad. Decía a la dueña: No tenga miedo, todo el día estoy rezando el Oficio Divino, y la Virgen nos ayudará. A las religiosas alentaba a vivir alegres. Estas comprendieron y admiraron la gran preparación del Padre para el martirio.
Por otra parte el Padre quería salir de casa mientras que la dueña se oponía por el peligro al que se exponía. Las monjas intentaron «secularizarle» un poco quitándole el breviario y el sombrero sin que por ello cambiara su estampa clerical. No lo podía disimular ya que iba vestido totalmente de negro, corbata incluida, los ojos bajos y su empaque modesto y recogido. El Padre salió el domingo 26 por la tarde con intención de ir a casa de un amigo en Sarriá. Seguía la dirección del tranvía y al llegar al puente de Vallarca es detenido por una patrulla de milicianos, comandada por Jaime Serrat. Este al verlo dijo ¡Un religioso! El jefe, bajando del auto, le pregunta:
¿Eres religioso?
Sí, lo soy, por la gracia de Dios, afirma el Padre con toda ingenuidad. Su porte le había delatado. Hubo un diálogo entre detenido y miliciano sobre la casa de la que acaba de salir y con sencillez lo dijo. También le preguntaron por la persona que le había llevado a aquella casa y entonces vió el peligro y no abrió más la boca. En respuesta el chófer le dió una brutal bofetada, que le hizo sangrar por la boca, sacó el rosario y se reconcentró en silencio con resignación.
En aquel momento pasaban por allí otros rojos a los cuales encomendaron al detenido con estas palabras:
A este os lo podéis llevar hacer de él lo que queráis.
Se lo llevaron en coche y en la calle Napoleón le hicieron bajar del coche, aunque él no quería. Le mandaron caminar calle arriba y después de un poco una detonación de varias descargas simultáneas dirigidas contra él lo dejaron tendido y muerto en el suelo. Sólo se oyó un ¡ay! lastimero, que se confundió con el golpe seco de su cuerpo al desplomarse. El fusilamiento debió ser entre las 10 y las 11 o las 12 de la noche del 26 de julio de 1936.
Día 27, allí estuvo el cadáver hasta las cinco de la madrugada en que una ambulancia lo llevó al Clínico, en donde pudieron reconocerlo unas personas que lo conocían.
El P. Jacinto Blanch, al no ver al P. Valtierra, fue al Clínico y allí pudo reconocer la fotografía del cadáver.
Al parecer le encontraron la dirección de la casa de donde venía, pues luego fue objeto de varios registros.
Puesto que no parece haber habido nunca en Barcelona una calle dedicada a Napoleón, quizá mataran al beato Gumersindo frente a los estudios fotográficos Napoleon, sitos en la Rambla de Santa Mónica (entonces 19, hoy 18, centro deportivo municipal Colom).
Los martirizados en Lérida fueron dos sacerdotes –Francisco Javier Surribas Dot, nacido en Torelló (Barcelona) el 7 de noviembre de 1909 (26 años) y Manuel Jové Bonet, nacido en Vallbona de las Monjas (Lérida) el 14 de septiembre de 1895 (40 años)- y catorce clérigos profesos. Surribas estaba como predicador desde 1934 en la comunidad de la Selva del Campo, que fue abandonada el 21 de julio de 1936; según la biografía de la beatificación, aunque el sacerdote marchó con los estudiantes Bertolín y Costa que serían encarcelados en Lérida, a él lo mataron en esa ciudad en cuanto lo identificaron por su tonsura clerical:
El P. Surribas junto con los Estudiantes Miguel Bertolín y Juan Costa pasaron esa noche en una cabaña de los alrededores de la Selva. A la mañana siguiente pensaron dirigirse a Reus, deteniéndose en el pequeño pueblo de Almoster, donde fueron muy bien acogidos por el párroco. Pero los tres Misioneros advirtieron que una turba de jóvenes libertarios venía para prenderlos y tuvieron que escapar. El P. Surribas tomó el Santísimo Sacramento de la iglesia y con sus compañeros se dirigió al monte vecino, donde permanecieron hasta el día 24, escondidos en una cabaña, no muy lejana. El izquierdista, dueño de la cabaña, les dijo que no les podía tener por más tiempo:
Si a Vds. les matan se van al cielo, pero si por amparar a Vds. me matan a mí, ¿qué será de mi familia?
Caminaron durante todo el día 24 hacia los montes de Prades, donde pasaron la noche y comulgaron por última vez, porque se les acabaron las Formas. Fueron a la Riba donde Juan Costa pudo sacar billete. Uno del Comité acompañó al P. Surribas y Bertolín a Picamoixons, donde fueron acogidos muy bien por el presidente del Comité, quien les dio comida y ropa y les señaló una cabaña donde pasar la noche, prometiéndoles billete para el día siguiente. El presidente cumplió su palabra y a las ocho de la mañana del día 26 tomaron el tren para Lérida, aunque el P. Surribas podría tomar el tren hacia Vich, que era su patria, pero no lo hizo por no abandonar al Estudiante Miguel Bertolín, pues quería correr la misma suerte. Ya en la estación un ferroviario les avisó de que se les notaba que eran sacerdotes o algo así y les advirtió que se separaran al llegar a Lérida. A pesar de ello, al descender del tren separadamente, se levantó un gran murmullo entre la multitud que esperaba. Al Estudiante Miguel Bertolín le levantaron la boina para ver si llevaba la corona clerical y, como la tenía disimulada, después de mirarle las manos que ya estaban algo encallecidas por los días del bosque, le condujeron a la Generalidad y de allí a la cárcel.
En esa estación el P. Surribas intentó sacar billete para Barcelona, pero le exigieron el pase, que no tenía y le indicaron que fuera a la ciudad a por él. Al salir de la estación, en la plaza Berenguer IV le quitaron la boina descubriéndole la corona de Sacerdote y le pidieron los documentos. Entonces fueron acorralándole y dos hombres armados le conducían brazos en alto hasta una pared y en la misma puerta de la Fonda de las Cuatro Naciones uno de los milicianos sin más requisitos sacó la pistola y comenzó a gritar:
Apártense, apártense, para que los curiosos se apartasen y así poder actuar con más libertad.
Allí le descargaron varios tiros, que le dejaron muerto en el acto. Inmediatamente cargaron su cadáver en una camioneta.
Era el domingo 26 de julio de 1936 hacia mediodía.
Murieron dando vivas a Cristo Rey
El sacerdote Manuel Jové, gran experto en lengua latina, había llegado en junio de 1936 como vicario a la finca Mas Claret en sustitución de un enfermo, y allí acompañó al grupo de 14 estudiantes de Cervera con los que sería martirizado, ya que al saber que habían sido apresados por los socialistas en Ciutadilla no quiso escapar; a él trataron de mutilarle, haciéndole un corte sangrante en la ingle, según relata la biografía de la beatificación:
El día 24 de julio, por la tarde, salió de la finca de Mas Claret con los 14 estudiantes antes reseñados, con dirección a Vallbona de las Monjas, su pueblo natal, distante unos 25 kilómetros. Para evitar encuentros peligrosos con los grupos de milicianos tuvieron que dar muchos rodeos, alargando así las distancias. Al anochecido llegaron a Montornés, pueblecito distante ocho kilómetros de Cervera. No habían adelantado mucho. En varias familias encontraron comida y cobijo para pasar la noche.`
Al amanecer del día 25 ya estaban en pie y encontraron a D. José Duch, que les dio agua y les orientó hacia la Bovera y Rocafort, porque no querían pasar por la carretera, y les advirtió: Cuando lleguen a la Cruz de Beneit Ramón cojan el camino de la derecha. El que dirigía el grupo respondió: cuando estemos en los llanos de la Bovera ya conoceré el camino porque ya he estado dos veces en la Bovera para predicar. Marchaban de dos en dos a cierta distancia unos de otros. A media mañana habían superado las alturas de Guimerá y comenzado a bajar la Bovera para alcanzar la carretera que los había de llevar a Rocafort de Vallbona, ya bastante cercana a la meta prefijada. Al llegar al camino prefijado cogieron el de la izquierda en vez del de la derecha quedando a la vista de Ciutadilla. y pasaron por la carretera de Guimerá para coger la carretera de Rocafort. Ciutadilla está en una ladera desde donde se observa todo, y más a media mañana de un día soleado de verano. Al verlos pasar la gente decía: son frailes. Al oir esto uno fue al Comité. Salieron en su busca y los alcanzaron.
El P. Jové fue a la casa del Sr. Ignacio Miró, labrador, amigo de antiguo, para ver cómo podía encontrar manera de distribuir entre familias del pueblo unos estudiantes que había dejado a tres kilómetros del pueblo, pero estos fueron detenidos.
La detención fue de la siguiente manera. El P. Jové los dejó en grupos de dos a tres kilómetros de Rocafort. El último grupo que estaba a la vista de Ciutadilla fue sorprendido y por ello fueron detenidos todos en forma de cadena y fueron llevados al Centro Socialista de Ciutadilla. Dijeron que iban con el P. Jové, que estaba en Rocafort en casa francés. Era la casa del Sr. Ignacio Miró, labrador, amigo de antiguo. Allí fueron a buscarle.
El amigo le dijo que por parte del Comité de Rocafort no habría problema pues era amigo del presidente del Comité. Este le dijo que haría todo lo posible por salvarlos y ya había extendido ocho pases cuando llegó la alarma de haberse presentado en el pueblo un coche con dos individuos del Comité de Ciutadilla, que habían detenido a los estudiantes, y otro de San Martí de Maldá que venían a buscar al P. Jové. Preguntaban por el Sr. Miró, que se encontraba en el Comité esperando los pases, y bajó preguntando:
¿Qué queréis?
¿No hay en tu casa unos frailes? Le preguntó Armengol, miembro del Comité de Rocafort.
En mi casa hay un señor vestido como nosotros que era amigo de mi padre y que no sabía si era fraile o no, respondió el Sr. Miró.
Os hemos de matar a todos, dijo Armengol.
El Sr. Miró salió a l a calle y encontró a los de Ciutadilla que le preguntaron por los fascistas, no si eran frailes o no. Mientras se dirigía a casa el presidente del Comité de Rocafort le dijo que se adelantara e hiciera escapar al P. Jové.
Le dijeron al P. Jové que se escapara por la puerta trasera y que le acompañaría un criado. Al decirle que los estudiantes habían sido apresados se negó rotundamente. No quería abandonar a los jóvenes puestos bajo su responsabilidad. Se quería presentar porque quizá le matarían a él, pero dejarían libres a los estudiantes. Él se presento a los que le buscaban. El Sr Miró le acompañó y dijo a los forasteros:
A esta gente no la habéis de matar. Y al Padre: si puede volver y quiere ya sabe que en mi casa será bien acogido.
Al Padre lo llevaron en auto a Ciutadilla a media mañana, y lo condujeron al Centro Socialista donde estaban detenidos los catorce estudiantes. Los del Comité obligaron a algunas familias a proporcionar comida, cena, colchones y sábanas para que pudieran dormir. Llamaron al Comité de Cervera, que se desentendió del asunto. A continuación llamaron al de Lérida, que envió algunos individuos que llegaron a la una de la noche del día 26. El P. Jové estaba escribiendo su diario y le preguntaron:
¿Qué escribes tú aquí?
El diario del recorrido, respondió. Le dijeron que no era verdad. Le tomaron el papel y, como estaba escrito en latín, lo tomaron como un insulto. Uno de los estudiantes rezaba el Rosario. Le preguntaron:
¿Qué es eso?
El santo Rosario.
Lo tiraron al suelo y le obligaban a pisarlo. Él dijo que antes prefería morir y le abofetearon. Al ver el Crucifijo del P. Jové, le preguntaron quien era:
Mi Dios y mi Señor.
Los milicianos le mandaron que lo tirase al suelo y lo pisara, a lo que se negó rotundamente. Ante esa negativa le dijeron:
Pues ahora te lo tragarás.
Y metiéndole el Crucifijo en la boca, se lo hundieron violentamente de un puñetazo hiriéndole los labios, vomitando mucha sangre.
Encontraron unas fotografías que tenían algunos estudiantes de monjas, hermanas suyas, y los de Lérida decían que eran sus mujeres. Los estudiantes no dijeron nada y se pusieron a llorar. Uno del pueblo metió unos preservativos en el maletín del P. Jové y al hacer el registro los de Lérida, dijeron mostrándoselos: ¿Veis como es verdad? Siguió el martirio de bofetadas y puñetazos. Al P. Jové le desabrocharon violentamente los pantalones y se los bajaron para mutilarlo en las partes genitales, cuando uno del pueblo presente allí por casualidad dijo – eso no. Desistieron de la mutilación pero le hicieron un corte profundo en la ingle que le hizo perder mucha sangre, manchando la ropa interior y las sábanas. Todos llevaban crucifijos, rosarios y también cilicios por lo cual fueron objeto de burlas sin término por parte de los milicianos. Un sufrimiento del que los verdugos se vanagloriaban.
El P. Jové y los estudiantes, después de las horas de dolor físico y moral, fueron atados de dos en dos por los brazos y las piernas, les hicieron bajar las escaleras del centro, a empujones y a trompicones. Una vez abajo les arrastraron hasta el camión que tenían preparado a la puerta después de haberlo requisado a las tres de la noche a su dueño, D. José Armengol Pollina, labrador de Guimerá. Eran las ocho de la mañana. Luego le obligaron a conducirlo a Verdú. Delante del camión iba un taxi lleno de milicianos y detrás otro también ocupado por gente de la misma traza. En Verdú pararon en la plaza y los milicianos fueron al ayuntamiento, donde almorzaron, pero sin olvidar la vigilancia del camión. Los milicianos querían asesinarlos allí, pero se opuso el presidente del Comité local. Entonces, hacia las 11, reanudaron el viaje en dirección a Lérida pasando por Tárrega. Al llegar a la ciudad estaban indecisos qué hacer con los misioneros. Unos pensaban presentarlos al Comité pero otros creían más resolutivo llevarlos directamente al cementerio, que estaba cerca.
Una vez ante las puertas del cementerio, los milicianos querían meter el camión dentro del cementerio, pero el encargado se opuso. Entonces les hicieron bajar del camión atados como iban. El P. Jové fue de los últimos en bajar y dijo a los estudiantes:
Nos matarán, pero moriremos por Dios. ¡Viva Cristo Rey!
Ninguno contestó. Todos los jóvenes estaban mudos, ensimismados. Uno dijo:
Si hubiera sabido habría escrito a casa.
Le respondieron los milicianos con malos modos diciéndole que había llegado tarde. Les hicieron entrar en el cementerio y algunos decían:
¡Madre mía!
¡Viva Cristo Rey! Gritó por tres veces el P. Jove durante el trayecto.
Al llegar al lugar de la ejecución, los milicianos les quitaron las cuerdas y les preguntaron si quería morir por Dios o por la República. Ninguno contestó nada, sino que todos a una gritaron:
¡Viva Cristo Rey!
Entonces partió la descarga sobre los cuatro primeros. Todos murieron, pero aún así el jefe les dio el tiro de gracia. A continuación a otros cuatro más, luego otros tantos y por fin a los tres restantes. Eran como las dos de la tarde.
Al acabar la faena los milicianos salían satisfechos. Entonces le dijeron al conductor del camión que podía marchar y le despidieron con la coletilla:
A ver si traes más, parece que por aquel país hay muchos.
Ninguno de los quince misioneros llevaba documento alguno. Fueron enterrados en una fosa común, llamada «fosa de los mártires».
Los clérigos eran Antonio Cerdá Cantavella, nacido el 25 de septiembre de 1919 en Xàtiva (Valencia, 16 años); Javier Amargant Boada, nacido en Sant Feliu de Pallarols (Gerona) el 25 de septiembre de 1916 (19 años); Onésimo Agorreta Zabaleta, nacido en Ujué (Navarra) el 16 de febrero de 1916; Amadeo Costa Prat, nacido el 4 de enero de 1916 en Tona (Barcelona); Vicente Vázquez Santos, nacido en Villada (Palencia) el 23 de agosto de 1915 (los tres de 20 años); José Casademont Vila, como Amargant de Sant Feliu de Pallarols, nacido el 12 de marzo de 1915; Luis Hortós Tura, nacido en Arguelaguer (Gerona) el 8 de febrero de 1915; Senén López Cots, nacido en Barcelona el 21 de enero de 1915; Teófilo Casajús Alduán, nacido en Murchante (Navarra) el 3 de noviembre de 1914 (los cuatro de 21 años); Luis Plana Rabugent, nacido el 20 de julio de 1914 en La Cellera (Gerona); José Elcano Liberal, nacido en Oláriz (Navarra) el 31 de marzo de 1914; Pedro Caball Juncà, nacido el 1 de agosto de 1913 en Vilanova de la Muga (Gerona), los tres de 22 años; Amado Amalrich Rasclosa, nacido el 28 de abril de 1912 en Celrá (Gerona) y Miguel Oscoz Arteta, nacido en Artazu (Navarra) el 9 de febrero de 1912 (ambos de 24 años).
No quisieron negar su condición sacerdotal
Pau Roselló Borgueres, de 41 años y natural de Vimbodí i Poblet (Tarragona), era capellán de las teresianas de Tarragona, donde fue asesinado el 26 de julio de 1936 con el canónigo Miquel Vilatimó Costa. Ambos fueron beatificados en 2013 (ver artículo del 9 de mayo). Cuando le preguntaron los milicianos a Roselló si era sacerdote, dijo: “¡Sí!, Y no estoy solo. Somos dos, y siempre que quieran algo de nosotros nos encontrarán aquí, porque no pensamos escondernos ni marcharnos”. Los llevaron al Ayuntamiento, y en el coche de la muerte (con colchones encima y cañones de escopeta que salían por las ventanas) a la carretera de Reus, donde los mataron.
Vilatimó, de 47 años y oriundo de Vic (Barcelona), se había ordenado en Vic en 1913, continuó estudios en Lovaina y desde 1915 a 1928 fue profesor de Filosofía en el seminario de Vic. Después continuó siéndolo en el de Tarragona, donde publicó artículos en el periódico La Cruz, y en las revistas Analecta Sacra Tarraconense y Cataluña Social, además de libros como El sindicalismo, errores y peligros. Al estallar la guerra dijo: “Ya nos podemos preparar, puesto que recaerá todo sobre nosotros y la religión”. Al ver que destruían el archivo y saqueaban la catedral, envió a un empleado para salvar un libro inédito del cardenal Mercier. Se refugió en casa de su amigo Pablo Roselló, y se despidió de su compañero, el Dr. Vallés, con estas palabras: “Si no nos vemos más, hasta el cielo”. En casa de Roselló dio la orden de que nadie negara su condición sacerdotal. Los dos se prepararon con una vida de oración para su martirio. Cada día iba a dar la comunión a las religiosas de la Compañía de Santa Teresa, que estaban en un piso.
Francesc Vidal Sanuy, de 58 años y natural de Montpalau (Lérida), vicario de la parroquia de San Francisco, era sacerdote desde 1895. Cuando estalló la guerra, se arriesgó yendo a la parroquia para salvar el Santísimo, que reservó en su piso y con el que comulgaban las religiosas y sirvienta que vivían con él. El 26 de julio, un grupo de milicianos se presentó diciendo: “Venimos a buscar al cura”. Él contestó amablemente: “¿Dónde vamos?”. Le dijeron que a comisaría para declarar, y los siguió en silencio.
Fue asesinado junto con Pau Gili Pedrós, de 24 años y natural de Els Omellons (Lérida), ayudante (“familiar”) del obispo auxiliar Borràs, que había sido ordenado en 1934 y a su vez había sido detenido junto con el sacerdote Pere Batlle, con el que compartía domicilio. A estos tres sacerdotes los llevaron al local de la CNT en el convento de Jesús María (calle Méndez Núñez, 14). De allí, Batlle fue llevado al Frente Popular, mientras que a Vidal y Gili los llevaron al barco prisión Cabo Cullera, cuyo comandante rechazó admitirlos porque no llevaban orden de detención. Así que los llevaron a la desembocadura del río Francolí y los fusilaron detrás de los astilleros.
Josep Masquef Ferrer, sacerdote de 64 años y natural de Tarragona, fue asesinado en la carretera de Valls el 26 de julio de 1936 y beatificado también en 2013 (ver artículo del 11 de mayo).
Ofrezco con mucho gusto la vida
Aleix Miquel Rosell, de 53 años y natural de El Pla de Santa Maria (Tarragona), era sacerdote desde 1906 y ecónomo de la Riera de Gaià desde febrero de 1934, fue vicario de Solivella, de Alforja y de Constantino, el 1914, ecónomo de Bellmunt, y después de Gratallops, en 1916, de Capafonts, en 1921, de Cervià, en 1924, de Pira; en 1930, de la Masó, y en febrero de 1934, regente de la Riera (Tarragona). El 20 de julio de 1936 acudió a un sacerdote para hacer confesión general, ya que estaba convencido de que sería martirizado. La noche del 21 se refugió con el sacerdote Francesc Robert en el bosque, aunque llovía, y de nuevo se confesaron. El 22 celebró misa, por la tarde huyó por los tejados y el 23 llegó a Tarragona, refugiándose en la calle Fortuny número 8. Pasaba el día rezando y dijo: “Es una gracia tan grande el martirio, que no la merezco, pero si Dios me destina a ello, ofrezco con mucho gusto la vida”. El día 26 aparecieron dos milicianos en el piso, se lo llevaron y lo asesinaron esa tarde.
El monje de Montserrat Josep Maria Jordà Jordà, tarraconense de 53 años, fue también asesinado en Tarragona.
En Reus, fueron asesinados los sacerdotes Josep Badia Minguella, beneficiado de la parroquia de Sant Pere, oriundo de Salomó (Tarragona) y de casi 73 años, y Josep Civit Timoneda, párroco de la Purísima Sangre, de 61 y de El Omells de na Gaia (Lérida, ver artículo del 21 de diciembre).
Badia se ordenó en 1889. Era conocido por dar todo a los necesitados y no tolerar nunca que se criticara a nadie delante de él. Llevaba diez años meditando y comentando la posibilidad del martirio. En la madrugada del 26 tardó en salir de su habitación y dijo a su ama de llaves: “La Virgen me ha infundido un gran valor y me ha inspirado que no me pasará nada malo”. Empezaron a rezar el rosario y al llegar a los misterios dolorosos entraron cinco milicianos a hacer un registro. Eran las once de la mañana. Al preguntar por el sacerdote, él contestó: “¡Soy yo!”.
De modo que tú eres sacerdote. ¿Por qué vestido de seglar?
Es contra mi voluntad; las circunstancias me obligan.
¡Quedas detenido!
Conducido al camino del Molinet, ante la fábrica de gas de Reus, le pusieron de cara a la pared, pero volviéndose dijo a sus asesinos: “Os perdono; enviadme al cielo”. Los bendijo y añadió: “Disparad. ¡Viva Cristo Rey!”. Uno de los ejecutores, cuando estaba para morir, decía que veía constantemente la mano de este sacerdote que le bendecía.
Jaume Vendrell Olivella, cuyo nombre como monje en Montserrat era Bernat, de 58 años y natural de Sant Esteve d’Ordal, fue asesinado cerca de Gelida (ambas en Barcelona) y beatificado como los anteriores en 2013 (ver artículo del 29 de junio).
En la provincia de Huesca, fueron asesinados ese domingo el sacerdote mercedario burgalés de 28 años Amancio Marín Mínguez en el cementerio de Binéfar (ver artículo del 26 de marzo), y un religioso del monasterio benedictino del Pueyo, Vicente Burrel Enjuanes, de 39 años, en Barbastro (ver artículo del 28 de diciembre, y biografía, de la que está tomada esta foto).
El calvario del padre Mariano de San José -Santiago Altolaguirre- en la Fuensanta
Villanueva del Arzobispo (Jaén) es sede del Santuario de la Virgen de la Fuensanta, del que se ocupaban los trinitarios, uno de los cuales era Santiago Altolaguirre Altolaguirre (padre Mariano de San José), de 78 años y oriundo de Yurre (Vizcaya). La Fuensanta era ya lugar de peregrinación en 1291, cuando recibe bulas del papa Nicolás IV. La orden trinitaria se restauró en 1879 con un convento en Alcázar de San Juan, al que acudió un trinitario exclaustrado que era párroco en Iznatoraf. Cuando pasaron de 40 religiosos, este propuso abrir un segundo convento en Villanueva del Arzobispo para atender el Santuario. Según Pedro Aliaga Asensio, la comunidad trinitaria del Santuario de la Virgen de la Fuensanta. Estaba compuesta por los padres José de Jesús María (superior), Mariano de San José, Matías de Jesús Nazareno, Vicente de la Purificación, y el hermano fray Lázaro de la Virgen de la Fuensanta.
El día 21 de julio de 1936 subió al Santuario un numeroso grupo de milicianos que conminaron a la comunidad a que entregaran las armas. Registraron el convento, buscando el pretendido armamento, que no encontraron, y abandonar el Santuario, amenazando a los frailes con que sufrirían las consecuencias de su negativa, si no se decidían a entregarles las armas. El 22 por la mañana, volvieron a subir los milicianos al Santuario. Reunieron a la comunidad en la portería, y dieron a los padres por detenidos; fray Lázaro se encontraba en el pueblo, haciendo las compras. En un camión bajaron a los cuatro padres a los grupos escolares, habilitados como cárcel, donde “fueron objeto de burlas, amenazas y palizas”.
El padre Altolaguirre se fue a Roma antes de cumplir los 15 años para hacerse trinitario (sólo en la ciudad eterna había convento de españoles de esa orden): “su entrada en el convento romano de San Carlino, junto a otros jóvenes venidos de tierras vascas, fue el factor determinante para afianzar aquel grupo de supervivientes de las supresiones de la Orden”, afirma Aliaga. En 1881 fue a Alcázar de San Juan y en 1884 a Villanueva del Arzobispo. El 22 de julio de 1936, “antes de la detención se despidió de unos vecinos, abrazándolos y diciéndoles: Para siempre; después los llevó a la iglesia y les dio a comulgar todas las formas que quedaban en el sagrario. Cuando oyó llegar el camión, dijo a estas personas: Ya vienen a por nosotros. Ya detenidos, alguien tuvo un gesto de piedad hacia él, narrado por un testigo: Pidió agua y los milicianos se la negaron. Mi hermano acudió a dársela y le dieron un golpe en el brazo que le hizo sangrar al Padre por la boca.”
Al día siguiente sacaron al padre Altolaguirre a las 7 de la mañana para llevarlo al Santuario. Según Aliaga, muchos hombres, mujeres y niños gritaban, blasfemaban y lo insultaban. Fue introducido en el convento, paseándole varias veces por la huerta, mientras le preguntaban por las armas; el P. Mariano les respondía, una y otra vez, que los religiosos no tenían armas. Entraron en el templo y procedieron a torturarlo: “Primero le ataron con sogas las muñecas de las manos, obligándole a adoptar una actitud orante, mientras le daban puñetazos y lo golpeaban con las culatas de los fusiles, apaleándolo sin piedad. Después, arrancando astillas de madera del suelo de la iglesia, se las introducían debajo de las uñas de los dedos de la mano derecha”. Se oyó gritar al Padre Mariano varias veces “¡No, por Dios; no, por Dios!”.
Con la misma soga, lo ataron del cuello; echando la soga por encima de la verja que cerraba el presbiterio, lo izaron en el aire, dejándolo caer. Lo arrastraron atado por las naves de la iglesia. Lo subieron a las cámaras del convento, donde lo volvieron a atar, de forma que quedase de rodillas sobre unos palos; lo descalzaron y le dieron una paliza en la planta de los pies con unas tablas del antiguo entarimado del presbiterio de la iglesia. La paliza con las tablas duró unos seis minutos; mientras, le apuntaban con las escopetas, diciendo: “Quitaros, que lo matamos; o declaras o te damos un tiro; no lo matéis, que hay que hacerle sufrir hasta que diga la verdad”.
Llevaron a fray Lázaro, que acababa de ser detenido. A ambos religiosos les pasaron una soga por el pecho, y los colgaron del techo de las cámaras, teniéndolos así unos veinte minutos. Fray Lázaro le dijo: “Padre Mariano, aquí morimos colgados”, respondiéndole éste: “Moriremos como mártires, preparémonos”; a continuación, dio la absolución a su compañero y empezó a decir jaculatorias que enfurecieron a los milicianos, insultando y amenazando con las escopetas a ambos frailes. Finalmente los descolgaron y desataron. La cara del Padre Mariano estaba toda ella amoratada. Intimaron a los dos religiosos, diciéndoles: “si decís en la calle lo que os hemos hecho, os cortamos la cabeza”. El Padre Mariano fue llevado a la calle, donde esperaba mucha gente. Al verlo, empezaron a gritar, insultándole, dándole tirones del hábito, abofeteándole algunas mujeres que habían recibido ayudas por su mano, mientras otras lo empujaban para que cayera al suelo. Los milicianos discutían si llevarlo a la cárcel en camión o andando. Viendo que algunas personas amenazaban con quemar el camión si lo subían en él, optaron por hacer el trayecto andando.
El padre Mariano recorrió tres kilómetros entre dos filas de milicianos, rodeados de la gente que gritaba, blasfemaba, le empujaba y le daban tirones del hábito. Eran las once de la mañana. Un testigo de vista declara: “El aspecto que presentaba aquel anciano, que apenas podía andar, era desolador y no cesaban de proferirle palabras soeces e insultantes, y empujándole con los cañones de las escopetas, más que andar iba a trompicones, completamente congestionado y sin exhalar una queja”. En la cárcel, pidió confesarse con un sacerdote. Muchos presos quisieron confesarse con él. Se mostraba, según declaraba uno de los compañeros de prisión, como “el sacerdote más decidido y menos temeroso del peligro, animándonos y diciéndonos que la salvación de todos estaba en prepararnos a bien morir, y sin fuerzas y hasta hablando con trabajo, no paraba de exhortarnos y recomendar nuestra preparación. Nuestros familiares, por los mil medios que empleaban, procuraban que llegara a nosotros algo de alimentos; yo no recuerdo que a él le llegara nada de nadie, y si alguno le ofrecía algo de lo que recibía, él contestaba que podía aguantar, que lo tomáramos nosotros”.
A las once de la noche del 26 de julio se presentaron bastantes personas con armas de fuego en la cárcel, empezando a disparar desde las ventanas de las aulas, convertidas en calabozos, donde estaban los presos. Éstos se tiraron al suelo, tapándose con los colchones durante unas cuatro horas. Algunos de los pistoleros se subieron encima de la prisión, y quitando unas bovedillas, empezaron a disparar a los presos. Entre quienes hallaron la muerte esa noche, estaba el padre Mariano de San José, que quedó muerto, sentado en una silla. Los compañeros le oyeron decir: “Perdónalos, Señor, porque no saben el beneficio que nos hacen al ponernos en ocasión de morir por Tí”.
En Motril, por último, tras los cinco agustinos asesinados el día de Santiago, otros dos sacerdotes murieron al día siguiente. Entre las 10 y las 11 de la mañana, entre burlas, mofas y escarnios, fue ametrallados el padre agustino Vicente Pinilla Ibáñez -de 66 años y natural de Calatayud (Zaragoza)-, en el atrio de la iglesia de la Divina Pastora, en la que se había refugiado la noche anterior en compañía de su párroco, Manuel Martín Sierra -de 43 años y de Churriana de la Vega (Granada)-, a quien mataron unos metros más adelante. Ambos fueron beatificados en 1999.
En Pueblonuevo del Terrible (Córdoba), fue asesinado el sacerdote carmelita José María González Delgado, de 28 años y natural de Gabia Grande (Las Gabias, Granada), primer mártir del convento de Hinojosa del Duque (Córdoba).
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