Santiago Mata (centroeuropa) y Javier Rubio (Trincheras Ocultas).

Mártires y persecución a los católicos en Inglaterra e Irlanda Charla de Santiago Mata con Javier Rubio (Trincheras Ocultas) sobre la persecución a los católicos por parte de la monarquía inglesa


Texto (retocado) de la entrevista sobre la persecución a los católicos en Inglaterra, que mantuvimos el 16 de abril de 2025, que puede verse en este vídeo:

Santiago es autor de un libro que ha sido publicado recientemente por la editorial Sekotia, y en él aborda las persecuciones religiosas en Inglaterra. El título lo veréis en pantalla: Mártires de Inglaterra. Vamos a descubrir qué hay detrás de este tema: ¿qué persecuciones hubo?, ¿cómo vivieron los católicos en los siglos XV, XVI, XVII y XVIII?
Todo esto lo conoceremos de la mano de uno de los grandes expertos en el tema: Santiago Mata.
—Lo primero, Santiago, ¿cómo surgió tu curiosidad por este tema? ¿De dónde nace ese interés?
—Como historiador ya había trabajado temas relacionados con el martirio, sobre todo en la Guerra Civil Española, que fue el tema de mi tesis. Más adelante, escribí otros libros sobre mártires en la Alemania nazi, en tiempos de Hitler, y también en Japón. Y fue precisamente estudiando a los mártires japoneses del siglo XVI cuando encontré referencias a Inglaterra: ellos mismos decían que su modelo debía ser lo que se hacía en Inglaterra. Eso despertó mi interés por estudiar el caso inglés.

—¿Crees que este tema está bastante olvidado? ¿Sabemos realmente lo que pasó con las persecuciones religiosas en Inglaterra, especialmente en los siglos XV y siguientes?
—Se conoce, claro, la división religiosa de Europa tras la aparición del protestantismo y las guerras que eso supuso, pero el martirio, como tal, suele tratarse solo como una parte más del enfrentamiento religioso. Y el martirio es algo muy especial: son personas que renuncian a la violencia y prefieren mantener su fe, incluso a costa de su vida. Es un acto de resistencia pacífica que termina con su asesinato. En el caso de Inglaterra, estos mártires son muy poco conocidos. Quizá solo Tomás Moro, por haber sido primer ministro, tiene cierto reconocimiento.
—Durante la entrevista hablaremos más de Tomás Moro. Pero antes, para quien no esté muy familiarizado con este periodo, ¿cuándo comienza el protestantismo o el anglicanismo en Inglaterra? ¿Con Enrique VIII?
—Sí. Enrique VIII es un rey que, a veces, se presenta de forma simplista, como alguien que provoca una fractura religiosa por un problema personal —su divorcio y su ruptura con el Papa—. Y, en parte, es así. Pero lo interesante es cómo una sola persona puede arrastrar a todo un país a un cambio de religión. A diferencia de Lutero, que era un predicador y reformador, Enrique es rey, y su ruptura tiene un carácter político más que teológico.
En realidad, lo que Enrique VIII protagoniza es un auténtico Brexit espiritual. Él representa un poder civil que se niega a aceptar la autoridad de la Iglesia en su reino. Esto no es nuevo: ya en el siglo XX vimos cómo regímenes totalitarios como el comunismo o el nazismo negaban cualquier espacio que escapara al control político. En cierto modo, Enrique anticipa esa idea: todo debe estar bajo el poder del Estado, no puede haber autoridad espiritual autónoma.
—Entonces, ¿el anglicanismo sería una forma de religión política?
—Exactamente. Lo has dicho tú también en otros vídeos: el anglicanismo es una politización de la religión. La única diferencia es que no pretende universalizarse; se limita a Inglaterra, como si fuera una excepción. Por eso digo que lo de Enrique es un Brexit a lo grande: una especie de “pues ahora me quedo en mi isla”.
Y es que hay un trasfondo político muy importante. La monarquía inglesa, de origen normando, siempre aspiró a gobernar Francia. De hecho, durante la Guerra de los Cien Años estuvieron a punto de conseguirlo. Pero pierden. Y ahí entra un sentimiento de traición: los Papas, que vivían en Aviñón, en territorio francés, apoyan a Francia. Inglaterra, que había sido fiel al Papa de Roma durante el cisma de Aviñón, se siente mal recompensada. Y entonces surge ese rebote, ese “pues ahora me aparto”.
—O sea que no es solo un tema de divorcio por Ana Bolena…
Ese es solo el detonante final. Es cierto que en 1534 se imponen las leyes de sucesión y supremacía que consagran la ruptura con Roma, pero el trasfondo es mucho más complejo. Enrique no solo quiere controlar a la Iglesia de Inglaterra, como ya hacían otros monarcas con el nombramiento de obispos. Él niega la autoridad del Papa por completo y se convierte en cabeza de la Iglesia. Es una fusión total entre poder espiritual y político. En ese sentido, es aún más revolucionario que Lutero.
—Es muy interesante. Muchas veces nos quedamos en la anécdota de Ana Bolena y no entendemos lo que había cien años antes. Gracias, Santiago, por ayudarnos a ver el contexto más amplio.
Quizás después de esto, en la Inglaterra de Enrique VIII, se desencadenan unas luchas intestinas. ¿Tú cómo ves ese escenario? ¿Hay realmente enfrentamientos entre católicos y anglicanos?
En realidad, en Inglaterra no hay una resistencia católica organizada, ni guerras de rebelión. La única excepción significativa fue la llamada Peregrinación de Gracia, que ni siquiera se atreven a nombrar como rebelión. Le llaman «peregrinación», lo cual refleja hasta qué punto seguían teniendo respeto —más que miedo— al rey.
Enrique VIII imponía respeto, claro: ejecutaba a quienes se oponían. En 1534 impone el Acta de Supremacía, que todos los obispos aceptan, excepto uno: John Fisher, que será ejecutado. A partir de ahí, comienza a legislar para transformar la Iglesia: suprime los monasterios, las órdenes religiosas, las abadías… pero lo hace de forma brutal.
Hoy día, cuando vamos a Inglaterra, nos parece un país cristiano con monumentos antiguos. Pero no es como en España, donde la desamortización de Mendizábal afectó a conventos y monasterios sin destruirlos físicamente. Enrique destruyó directamente: expulsó y ejecutó a los monjes, arrasó las abadías y repartió las tierras entre sus amigos. Fue una redistribución de poder a gran escala, con un impacto brutal en la estructura eclesial y social.
Curiosamente, la jerarquía católica no protestó. Todos se sometieron, excepto Fisher. Fue el pueblo quien reaccionó, aunque no por una cuestión puramente doctrinal. La protesta vino por la supresión de las órdenes religiosas, pero también por los llamados Diez Artículos, con los que el rey comenzó a modificar la doctrina.
A veces pensamos que el anglicanismo es muy parecido al catolicismo, porque ha conservado los sacramentos. Pero Enrique, que antes había escrito un libro contra Lutero en defensa de los siete sacramentos —y por eso el Papa le concedió el título de Defensor Fidei—, en cuanto se autoproclama cabeza de la Iglesia, cambia la fe. Redacta esos Diez Artículos, influido por una variante del luteranismo (la de Melanchthon), que copian prácticamente la Confesión de Augsburgo (1530). Enrique los promulga en 1536 y suprime cuatro sacramentos: el sacerdocio, el matrimonio, la unción de enfermos y la confirmación. Deja solo el bautismo, la eucaristía y la penitencia.
Pero claro, sin sacerdotes, ¿quién va a administrar la penitencia? Al final desaparece también. Esto es lo que ocurre con muchas comunidades protestantes: se quedan solo con el bautismo y, en ocasiones, la Cena del Señor. Así que lo que el pueblo inglés intuye es que esto no es solo una ruptura con el Papa, sino un ataque frontal a la fe católica. Por eso surge la Peregrinación de Gracia.
Esa protesta, sin embargo, no fue una sublevación militar. Algunos iban armados, pero el objetivo era rogar al rey que recapacitara. Y al principio el rey no tiene fuerza para reprimir a 40.000 personas. Incluso acoge a los líderes en la corte. Pero al año siguiente, cuando el movimiento se disuelve, los ejecuta. La represión fue durísima.
Y, a pesar de todo, consiguieron algo: que no se suprimieran todos los sacramentos. Aunque ya no lograron frenar la destrucción de monasterios, sí lograron que la Iglesia anglicana conservara cierta estructura sacramental, al menos en apariencia. Es decir, si el anglicanismo conserva algo que se parece al cristianismo es gracias a aquellos católicos que protestaron.
Sin embargo, en el fondo, la reforma inglesa es más radical que otras. No solo rompe con Roma, sino que rompe la unidad universal de la Iglesia. No es solo que el rey se declare cabeza, es que convierte la Iglesia en una estructura nacional. Y eso es incompatible con la eclesialidad católica. Por eso digo que, aunque los protestantes insisten en la universalidad de la Iglesia, el mero hecho de romper la conexión con el resto de la cristiandad desnaturaliza el cristianismo.
Enrique VIII ejecutó a unas 70.000 personas, según algunos cálculos, por motivos diversos. La represión tras la Peregrinación de Gracia fue masiva, indiscriminada, destinada a sembrar el terror. Ordenó colgar gente en todos los pueblos. ¿Cuántos de esos son mártires? Es muy difícil saberlo. La Iglesia ha sido siempre muy prudente en este terreno. En total, desde Enrique VIII hasta 1681 (con el martirio de Oliver Plunkett, arzobispo de Armagh en Irlanda), solo ha canonizado a 44 personas y beatificado a unas 250.
De la época de Enrique VIII, los más conocidos son John Fisher y Thomas More. También la beata Margaret Pole, madre del cardenal Pole. Hubo tres mártires en 1540 que defendieron el matrimonio, pero son casos muy puntuales frente a los miles que murieron.
En la época de Isabel I, la represión se recrudece: se producen las rebeliones del norte, la rebelión de Desmond en Irlanda, y luego, ya en el siglo XVII, la actuación de Cromwell, que mató a un millón de personas en Irlanda, es decir, a la mitad de la población de la isla. Se trataba de exterminios sistemáticos, con elementos claramente religiosos. No eran solo conflictos políticos.
El origen de todo esto está en una manipulación inicial muy peligrosa: Enrique VIII asocia la lealtad religiosa con la lealtad política. Según la ley de Supremacía, negar que el rey sea cabeza de la Iglesia equivale a negar su derecho al trono, es decir, es traición.
Pero como decía santo Tomás Moro: «Yo rezo por el rey de Inglaterra todos los días, pero tengo que obedecer antes a Dios». Esa fue su respuesta en el momento de la ejecución.
El verdadero drama es este: convertir la Iglesia en una oficina del Estado, en una herramienta del poder político, desligada de la comunión con la Iglesia universal. Y eso, para un cristiano, es inaceptable.
El problema surge cuando se manipula la religión hasta el punto de que, si afirmas que debe existir un Papa como signo de unidad de la Iglesia, se interpreta como una amenaza al poder del rey. Ni siquiera se trata de discutir el poder concreto del Papa —por ejemplo, si puede o no nombrar reyes—, sino simplemente de reconocer su existencia como cabeza espiritual de la Iglesia. Y eso ya basta para que se te acuse de atentar contra la autoridad real.
Eso es una exageración, sin duda, pero a partir de esa exageración nacerá la persecución religiosa y la fractura social más grave de la historia de Inglaterra. No tanto una división entre católicos y protestantes —que se sentirá con más intensidad en Irlanda—, sino dentro de la propia sociedad inglesa.
La persecución de los católicos llevó a que estos fueran considerados automáticamente como rebeldes. Así, el hecho de ser católico pasó a interpretarse como una amenaza política. Pero los católicos irlandeses no se habían sublevado contra nadie; se defendían de una acusación previa, de ser considerados rebeldes por el mero hecho de mantener su fe.
Más allá del conflicto entre Irlanda e Inglaterra —que, sin duda, es consecuencia de esta persecución—, también la división interna de Inglaterra entre whigs y tories tiene su raíz en este problema religioso. Durante la guerra civil inglesa, los católicos —a pesar de ser perseguidos— se vieron obligados a apoyar al rey, ya que los puritanos del Parlamento eran aún más hostiles hacia ellos. El Parlamento acusaba al rey de ser católico o filo-católico simplemente por mantener la estructura episcopal y los sacramentos tradicionales. Enrique VIII había roto con Roma, sí, pero no con la liturgia ni con los sacramentos.
Los puritanos, en cambio, querían una reforma total: eliminar obispos, eliminar cualquier rastro del catolicismo. De ahí su enfrentamiento con la monarquía. El Parlamento acabó por situarse por encima del rey, y trató de aniquilar la monarquía, acusándola de connivencia con el catolicismo. Al final, los católicos —a pesar de haber sido perseguidos por el rey— se vieron en la extraña situación de tener que defenderlo, simplemente porque la alternativa era aún peor.
Así, una persecución religiosa, que en principio parecía una herramienta para fortalecer el poder de la monarquía, acabó volviéndose contra ella, dividiendo a la sociedad inglesa, incluso dentro del protestantismo. Dividió a anglicanos realistas y a puritanos parlamentaristas. Los católicos, paradójicamente, no fueron protagonistas de la guerra civil inglesa, pero sí su detonante. Y la guerra acabó con la monarquía… por un conflicto que empezó con la persecución del catolicismo.
—Es un auténtico reto entrevistarte —te diría ahora—, porque has tocado tantos temas que cuesta articular una sola pregunta. Pero, por ejemplo, me ha parecido muy curioso lo que decías del papel del Papa. Descubrí hace poco que, en tiempos de Carlos V, el Papa pidió al emperador que invadiera Inglaterra para restaurar el catolicismo. Me pareció sorprendente, aunque también lógico si se piensa que el papado tenía su propia agenda política.
Y, volviendo a Enrique VIII… Es curioso que quien acabó con el título de «la sanguinaria» fuera María Tudor. ¿Por qué ha quedado ella como la malvada, y no Enrique?
En realidad, a Enrique lo sucede su hijo, Eduardo VI, un personaje menos conocido pero muy importante. Bajo su reinado, se pasa de un modelo luterano, como el que mantenía su padre, a uno claramente calvinista. En 1550, se introduce una nueva fórmula de ordenación episcopal —en el Book of Common Prayer—, en la que se niega expresamente el poder del Papa. No es solo que no se le reconozca; se afirma que no tiene ningún poder sobre la Iglesia.
A diferencia de los cismas orientales, donde se mantienen la sucesión apostólica y los sacramentos válidos (aunque sin comunión con Roma), la nueva Iglesia anglicana rompe incluso con la forma tradicional de consagrar obispos. La fórmula empleada por Eduardo VI invalida los sacramentos. Por eso, desde el punto de vista católico, a partir de ese momento la Iglesia anglicana pierde la validez de sus órdenes sagrados.
Eduardo VI murió joven, en 1553. Lo sucedió su hermanastra, María Tudor. Aunque su reinado fue corto (de 1553 a 1558), fue muy significativo. Enrique VIII había desheredado a sus hijas, pero no las había excluido definitivamente de la sucesión. Así que, tras la muerte de Eduardo, María accede al trono.
María había sido maltratada por su padre. Fue apartada del palacio, despojada de sus sirvientas, e incluso subordinada en rango a su hermana menor, Isabel. Podría haberse vengado, pero no lo hizo. Permitió que el funeral de Eduardo VI se celebrase según el rito protestante. Declaró que era católica y que asistiría a misa, pero que no pretendía imponer su religión a nadie.
Eso sí, trajo de Roma al cardenal Reginald Pole como arzobispo de Canterbury, y depuso a varios obispos que no aceptaron el restablecimiento del catolicismo. Pero no inició una represión masiva desde el primer momento. Al principio, incluso mantuvo a Cranmer (Thomas Cranmer, el artífice de la reforma litúrgica) en libertad.
Cuando se intentó colocar en el trono a Lady Jane Grey —nieta de María Tudor, hermana de Enrique VIII— en lugar de a María, esta no respondió con violencia inmediata. Solo tras la sublevación de Wyatt (1554), y al descubrir que Isabel, su hermana, había estado implicada, la mandó a la Torre. Pero no la ejecutó. La liberó más adelante.
Por todo esto, es injusto que la historia haya calificado a María como «Bloody Mary». Fue mucho más moderada de lo que su fama sugiere, y desde luego, menos sanguinaria que su propio padre.
Se puede decir que, dentro de lo que cabe, María Tudor no fue una reina vengativa. Es cierto que trató de reconciliar a Inglaterra con el papado, y lo logró, pero respetando el procedimiento eclesiástico. Incluso los tres obispos que fueron ejecutados —Hugh Latimer, Nicholas Ridley y Thomas Cranmer— fueron juzgados por tribunales eclesiásticos. No fue ella directamente quien los condenó, a diferencia de su padre, Enrique VIII, que como cabeza de la Iglesia Anglicana podía actuar con mayor arbitrariedad.
María no mandó ejecutar a personas simplemente por iniciativa personal. Las ejecuciones por herejía siguieron los procedimientos de la época. ¿Cuántas personas fueron ejecutadas por herejía durante su reinado? Aproximadamente 300, en el periodo más intenso de represión, que duró unos tres años. Por supuesto, desde nuestra perspectiva actual, ejecutar a una persona por su forma de pensar es inaceptable, pero debemos entenderlo en su contexto histórico.
Para comparar: durante la represión de la rebelión del Norte bajo Isabel I, su hermana, fueron ejecutadas unas 900 personas solo por haber participado en el levantamiento. María Tudor, por el contrario, no participó en ese tipo de represiones masivas.
En cuanto a su papel político, María permitió el retorno del cardenal Reginald Pole y facilitó la restauración del catolicismo, pero no tomó decisiones eclesiásticas directas. Fue Pole quien reorganizó la jerarquía. La diferencia con Isabel es clara: María permitió que su hermanastro Eduardo VI fuera enterrado con un rito protestante, pese a que ella era católica. En cambio, durante la ceremonia de coronación de Isabel I, cuando el sacerdote elevó la hostia —un gesto claramente católico que implica la creencia en la transubstanciación—, Isabel se retiró de la misa.
En cuanto a su matrimonio con Felipe II, los nobles ingleses impusieron condiciones muy claras: Felipe sería rey consorte, no monarca soberano, y si tenían un hijo, este heredaría la corona inglesa, pero no la española. Felipe, a pesar de ser hijo del emperador Carlos V, aceptó estas condiciones. María no impuso nada por la fuerza. De hecho, tras las rebeliones como la de Wyatt, de los 3.000 prisioneros, la mayoría fueron liberados. Solo se ejecutó a unos pocos. Felipe II incluso intercedió para que se liberaran 500 presos más tras su boda.
Así que, en definitiva, María Tudor no intentó imponer el catolicismo al pueblo. Solo reestructuró la jerarquía eclesiástica. En contraste, Isabel I despidió a todos los obispos que no aceptaron la ley de supremacía religiosa que el Parlamento reinstauró. Solo uno, Matthew Parker (antiguo capellán de Ana Bolena, madre de Isabel), la aceptó, y fue nombrado arzobispo de Canterbury. Los demás fueron retirados de sus cargos. María, en cambio, solo procesó a algunos obispos herejes, dejando que los procesos eclesiásticos actuaran.
Por eso, el apodo de «Bloody Mary» (María la Sangrienta) no es justo. Las víctimas fueron unas 300, frente a cifras mayores en otros reinados. Este apodo proviene del libro Book of Martyrs de John Foxe, publicado en 1563, unos cinco años después de la muerte de María. Los ingleses son muy dados a poner etiquetas, como «Armada Invencible» (que nunca se llamó así oficialmente) o «Revolución Gloriosa» (un término acuñado en el siglo XIX). Nosotros también tenemos ejemplos similares, como la «Reconquista», un concepto construido más tarde para referirse a lo que entonces se llamaba simplemente “restauración de los reinos cristianos”.
En resumen, incluso historiadores ingleses reconocen hoy que María Tudor fue una reina maltratada tanto en vida como por la historiografía posterior.
Invito a los oyentes o lectores a buscar en Internet o incluso en herramientas modernas como ChatGPT información sobre las persecuciones religiosas bajo Isabel I. Rara vez encontrarán cifras o datos claros. Pero las persecuciones sí ocurrieron.
Durante los primeros años de su reinado (1558-1569), Isabel fue relativamente moderada. La represión más intensa comenzó tras la Rebelión del Norte en 1569, una sublevación de nobles católicos. Fue entonces cuando Isabel pasó de la represión política a la religiosa.
La Ley de Supremacía de 1559 no se atrevió a declarar a Isabel “Cabeza de la Iglesia”, como su padre, sino “Gobernadora Suprema”, pero el Parlamento retuvo el control eclesiástico. Esto abrió la puerta a tensiones entre el poder real y parlamentario. En un primer momento la persecución se centró en los católicos, pero luego se extendió incluso a grupos protestantes disidentes.
Los sacerdotes católicos formados en seminarios del continente —como los de Douai— no pretendían promover rebeliones, sino simplemente atender espiritualmente a los fieles: celebrar misa, confesar, administrar sacramentos. Aun así, eran perseguidos por las leyes inglesas que consideraban delito el simple hecho de ser sacerdote católico ordenado en el extranjero. Muchos fueron martirizados.
Incluso después de que el Papa Pío V excomulgara a Isabel en 1570, los jesuitas insistieron en que su misión era espiritual, no política. El papa Gregorio XIII, en los años 1580, suspendió temporalmente los efectos de la excomunión para facilitar la labor de los misioneros. Ellos mismos pidieron esto porque la excomunión complicaba su tarea pastoral al identificarlos como enemigos políticos del régimen.
En Inglaterra, la ley se aplicaba con un rigor absoluto, e incluso existían leyes específicas contra los jesuitas y los seminaristas, como las que se promulgaron a partir de 1584. En términos generales, cualquier sacerdote que reconociera la autoridad del Papa era considerado un traidor y debía ser severamente castigado. Cada año, alrededor de 10 a 15 sacerdotes caían víctimas de la persecución, aunque no eran muchos en comparación con otros conflictos. Por ejemplo, el año 1588, conocido por la derrota de la Armada Invencible, vio la ejecución de unos 30 mártires, principalmente sacerdotes. A lo largo del periodo, las muertes se volvían más puntuales, y la mayoría de las víctimas eran sacerdotes o personas que ayudaban a los católicos, como sus familiares o aquellos que les daban refugio.
Un aspecto importante de esta persecución fue la situación en Irlanda. En Inglaterra, no hubo grandes rebeliones ni levantamientos populares, ni tampoco una asistencia masiva a la misa, pero en Irlanda la mayoría de la población seguía siendo católica. Hasta 1613, los católicos representaban la mayoría en el Parlamento irlandés, lo que refleja la fuerte presencia católica en la sociedad irlandesa en ese momento. Esto generó una gran tensión, pues los católicos eran vistos como rebeldes y, por tanto, debían ser eliminados.
En Irlanda, la violencia llegó a un nivel mucho mayor, con matanzas masivas de católicos. Sin embargo, la Iglesia Católica ha sido cautelosa al canonizar y beatificar a las víctimas de estas masacres, solo elevando a los altares a aquellos sacerdotes que se mantuvieron al margen de las rebeliones y fueron asesinados exclusivamente por su fe. Esto es especialmente notorio en Irlanda, donde la persecución fue particularmente brutal. Por ejemplo, la historia de una mujer que fue encarcelada por su propio hijo, un oficial inglés, quien la dejó morir de hambre como castigo, o el arzobispo de Armagh en Irlanda, Plunkett, quien fue víctima de la conspiración de Oates en 1681.
El fin del reinado de Isabel I en 1603 marcó el inicio de un periodo de persecución cada vez más severa en Irlanda, especialmente con la invasión de Oliver Cromwell en 1649. Cromwell no solo persiguió a los católicos, sino que también cambió la propiedad de las tierras, entregándolas a los colonos ingleses y dando lugar a la fundación de ciudades como Londonderry, que cambió de nombre a Londres en un intento de borrar la identidad irlandesa.
La guerra de los Nueve Años, que terminó en 1603, marcó una etapa de rebelión en Irlanda, donde los españoles incluso intentaron intervenir, desembarcando una pequeña fuerza en Kinsale en 1601. Sin embargo, esta intervención fracasó. Cuando Isabel I muere, la guerra en Irlanda no había acabado, pero la sublevación estaba a punto de concluir.
El dominio inglés continuó hasta la invasión de Cromwell en la década de 1650, quien persiguió a los católicos con extrema dureza. Las consecuencias fueron devastadoras: las propiedades fueron confiscadas, los católicos fueron expulsados del Parlamento y sometidos a una intensa discriminación social. Esta exclusión de los católicos se mantuvo durante muchos siglos. No fue hasta 1823 cuando, finalmente, un diputado católico fue elegido en Irlanda.
Durante los siglos XVIII y XIX, la discriminación contra los católicos continuó, especialmente en instituciones como Oxford y Cambridge, donde los católicos debían jurar la supremacía del monarca para poder recibir títulos. Esta discriminación se mantuvo hasta 1854. Además, hasta mediados del siglo XIX, los católicos fueron obligados a contribuir a la Iglesia de Inglaterra, una situación que no se resolvió hasta 1869.
A pesar de que la persecución violenta desapareció hacia finales del siglo XVII, los prejuicios contra los católicos perduraron. Estos prejuicios contribuyeron a la hambruna de 1845-1849, que, según los expertos, podría haberse evitado si el gobierno británico hubiera actuado con más rapidez. Sin embargo, debido a la creencia de que los irlandeses «merecían» la hambruna por su «vagancia», no se envió ayuda a tiempo. Esto resultó en la muerte de un millón de personas y la emigración de otro millón, principalmente a Estados Unidos, Escocia e Inglaterra.
El conflicto religioso y la persecución que comenzó con el cisma anglicano y la ruptura con Roma continúan teniendo repercusiones en la sociedad británica e irlandesa. La marginación de los católicos, alimentada por siglos de persecución religiosa, ha creado una profunda fractura social que persiste hasta el día de hoy.
Es como si acusáramos a las víctimas de la DANA de 2024 en Valencia por haber construido las casas en lugares inundables. Pero lo cierto es que la solidaridad social se ha roto, se ha generado una desconfianza hacia un pueblo entero. Esto lleva a que, cuando ese pueblo se enfrenta a graves problemas, no reciba la asistencia del Estado.
Los expertos calculan que a causa de la hambruna en Irlanda murió un millón de personas solo porque se tardó un año en acudir en su ayuda. Ni los «Whigs» ni los «Tories» quisieron intervenir. Ambos partidos tenían prejuicios contra los irlandeses, pensaban que eran vagos y que se lo merecían. Al final, como resultado de la gran hambruna, un millón de irlandeses murió y otro millón emigró. Así, desde esa tragedia, existe una gran diáspora irlandesa, especialmente en Estados Unidos, Inglaterra y Escocia.
Este tipo de situaciones pone en evidencia cómo un conflicto aparentemente pequeño, como el matrimonio de Enrique VIII, puede desencadenar enormes consecuencias. Se partió de un conflicto real, como el de evitar que el Papa interfiriera en asuntos políticos. Aquí vemos que cada acción tiene una razón de ser, pero no debemos olvidar que existe un ámbito espiritual en el que los reyes no deberían inmiscuirse. Cuando un rey se mezcla con estos asuntos, puede perder poder y enfrentarse a graves consecuencias, como ocurrió con Enrique VIII, quien, al dar poder al Parlamento para nombrar obispos, terminó perdiendo autoridad.
Lo que comenzó como una lucha religiosa acabó provocando una fractura social y política tan grave que, como sucedió en Irlanda, la nación se dividió. Aunque siempre hubo tensiones, los irlandeses, a pesar de su historia de conquista, no fueron invadidos por los ingleses sino por normandos a las órdenes del rey de Inglaterra. Durante mucho tiempo, convivieron familias de distintas etnias, como los gaélicos, los anglosajones y los normandos. La lucha no fue solo religiosa, sino que también fue una cuestión de identidad y convivencia social.
La persecución religiosa, como la que vivieron los católicos en Inglaterra, es una de las causas principales de estas divisiones. Es lo que ha creado una mentalidad que impide la convivencia pacífica, tal como ocurrió en el pasado, y sigue afectando a las sociedades hoy en día. Por ejemplo, en España, la Guerra Civil sigue siendo un tema candente y no se perdona fácilmente. Es importante recordar que los mártires, como Tomás Moro o el Beato Thomas, no buscaban imponer su poder. Más bien, renunciaron a su propia vida por una causa justa, promoviendo la paz y la unidad en lugar de la división.
Los mártires son un ejemplo a seguir porque, lejos de ser rebeldes o invasores, son personas que han dado su vida por una causa justa, en este caso, religiosa. Incluso al enfrentarse a la muerte injusta, perdonaron a sus verdugos, rezaron por el rey y ofrecieron su vida como testimonio de su fe. Esta actitud está en el corazón de un orden social justo y pacífico.
Por eso, el estudio de estos mártires, tanto en España como en Inglaterra, es una fuente de inspiración para todos, ya que nos muestran cómo superar la división y promover la paz. Curiosamente, muchos españoles sienten una gran atracción por Irlanda, un lugar lleno de historia y cultura católica. Sin embargo, suelen visitar Dublín, que fue casi un protectorado inglés, y no se adentran en el corazón de Irlanda rural, donde realmente se puede conocer a su gente y entender su historia.
En cuanto a la historia de la población en ese periodo, es curioso que tanto Inglaterra como los Países Bajos tenían alrededor de tres millones de habitantes en ese momento. Muchas veces se piensa que las poblaciones de estos países eran mucho mayores, pero no es así. Este dato es relevante, porque la falta de recursos humanos también afectó a la capacidad de los ingleses para penetrar en Irlanda al principio.
La historia social y civil es muy compleja, y si comparamos las poblaciones de la época con las actuales, vemos cómo las naciones han crecido de manera diferente. España, por ejemplo, experimentó un ascenso sorprendente, especialmente Castilla, que comenzó siendo insignificante y terminó con un gran poder.
Finalmente, quiero agradecer a Santiago por la conversación tan enriquecedora. Si te interesa profundizar en estos temas, en la descripción del video encontrarás el libro de Santiago Mata, que ofrece una visión profunda sobre las persecuciones religiosas y los mártires en Inglaterra. Es una lectura importante para conocer episodios históricos que no siempre se reflejan con precisión en las películas o series. La lectura siempre nos ofrece una perspectiva más completa y profunda.

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